Hola amig@:
Acabo de recuperar una novela que tenía guardada en un cajón y me apetece mucho regalártela. La iré poniendo por capítulos y espero que la disfrutes mucho.
Recuerda que no ha pasado por correctores aunque está debidamente registrada.
Este relato, escrito en 2012, no ha pasado por correcciones
de ninguna clase. Soy madrileña y queda evidenciado en los laísmos que aporto.
Por favor, fijarse tan solo en la historia. En mi historia.
Bree.
Introducción.
Se hizo un repentino silencio
en la sala de espejos y todas las miradas se volvieron hacía el arco de
entrada.
Las joyas de las damas
relucieron bajo las dos enormes arañas del salón produciendo destellos por
doquier. Un buen recibimiento para un grupo bastante bien preparado.
Los seis hombres de
peligroso aspecto no pasaron desapercibidos.
—Damas, caballeros, — un sujeto con uniforme
de oficial francés y rostro cubierto por un pañuelo de seda añil, se acercó
hasta el límite donde comenzaban los escalones para descender a la pista de
baile. Observó a los invitados con ojo
crítico. —Lamentamos mucho tener que interrumpir. Les robaremos tan solo un
poco de su ajetreado tiempo…
—…Y de sus pesadas bolsas—añadió otro,
cubierto de negro de pies a cabeza. Un sombrero de ala ancha ocultaba sus ojos
de la multitud. —Muéstrense tranquilos y saldremos muy pronto de aquí.
Varias exclamaciones
ahogadas se elevaron entre la gente cuando las llamas de los candelabros
comenzaron apagarse. Apenas dejaron los suficientes para ver con algo de
claridad.
—¡Esto es un atropello!—gritó el anfitrión,
abriéndose paso hasta el centro del salón.
Un par de miras le
apuntaron directamente al corazón y el hombre se detuvo, alzando las manos en
claro signo de rendición.
Una matrona perdió el
sentido cayendo sobre el frio suelo de mármol.
—No se confunda senador, esto no es un
atropello, es un robo.
—¡no tienen derecho! ¡Están en una propiedad
privada!
Las escopetas hicieron un
débil sonido al accionar los percusores. Los murmullos y los lamentos que
habían comenzado a inundar el salón se vieron interrumpidos por la inminente
amenaza de aquellas armas.
—Por favor—continuó el bandolero vestido de
negro—, denles a mis compañeros todo aquello que les sobra, como esa
gargantilla bella dama. —Se acercó a una muchacha que dé la impresión, les
observaba con la boca abierta. —Por favor—repitió el hombre extendiendo el
brazo hacía adelante con la palma abierta.
La joven se llevó las
manos al broche con dedos torpes y no atinó con el cierre. No entendía lo que
estaba sucediendo. Los ojos de horror con los que miró al
bandido debieron ablandarle.
—No se preocupe—dijo pasando tras ella. El
hombre buscaba continuamente las sombras.—Con su permiso. Yo mismo aliviaré su
carga. —Se lo quitó rozando la piel de sus hombros con dedos enguantados y ella
supo que lo había hecho deliberadamente para asustarla, se apartó de él con
prisa.
Los bandidos no tardaron
mucho en apoderarse de las Joyas. Pendientes, sortijas, broches, algún camafeo,
collares, gargantillas… y el dinero. Sobre todo el dinero, ya que las alhajas
muchas veces aparecían de nuevo.
—Ahora nos vamos a despedir. He apostado a
varios de mis hombres por la cercanía para así poder estar seguro de que nadie
nos seguirá. —El sujeto forzó la voz al hablar, como un áspero y frío susurro.
Una mano delgada se elevó
entre la gente. El hombre de negro, que parecía claramente ser el jefe de
aquella banda de salteadores, se giró hacia aquella persona sorprendiéndose de
que se tratara de la joven que había tenido que ayudar con su collar.
—¿Alguna pregunta para mitigar su curiosidad
bella dama?
La observó. Era una
muchacha hermosa de cabellos tan negros como el tizón y la piel pálida. No la
reconoció, probablemente alguna forastera. Llevaba un vestido en tonos cremas
con un amplio escote rodeado de una suave puntilla blanca.
La gente que estaba cerca
de la muchacha dio un paso atrás. Ella los miró enojada pero cuando sus ojos se
alzaron al bandido, le enfrentó con frialdad. Sus discos eran dos gemas del
color de las olivas, verdes como las esmeraldas.
—Me gustaría comprarle la gargantilla que me
acaba de robar—dijo con voz temblorosa
pero totalmente clara. Volvió a mirar hacía los invitados por encima del hombro
al escuchar alguna exclamación y enseguida regresó su atención al bandido.
—Vera, era de mi abuela y es más un recuerdo familiar. En este momento no llevo
dinero encima, pero si me espera que pueda ir a recogerlo… —Por mucho que
disimulara se notaba a la legua lo asustada que estaba.
El hombre entreabrió los
labios con sorpresa. Suerte que se ocultaba en la oscuridad de las sombras pues
su rostro hubiera reflejado toda la perplejidad que sentía. ¿Estaba escuchando
bien? ¡No podía creerlo!
Uno de sus hombres soltó una carcajada, pero
ella no se amilanó y con el mentón ligeramente desafiante volvió hablar:
—Insisto. Para mi esa reliquia no tiene
precio.
El jefe carraspeó, sin
embargo ella le escuchó una risita ahogada. No le importó. Lo fundamental era
que no se llevara su gargantilla.
—¿Está usted hablando en serio, señorita? ¿Qué
le hace pensar que voy a devolverle algo?
—No es que me lo devuelva, yo se lo compro—le
respondió con un brillo esperanzador en sus ojos. El tono de verde se había
vuelto más luminoso y claro.
El bandido dio un paso
atrás. Era el único que no llevaba el arma en la mano, de hecho no la había
sacado de su cartuchera en ningún momento. Alrededor de la cintura llevaba un
látigo de nueve colas. Era un tipo bastante alto y de aspecto fibroso. Lástima
que ella no pudiera ver su rostro por más que lo intentara. Lo que si alcanzó a
verle fue el brillo de unos dientes blancos y perfectos.
—Cuando necesite venderla se lo haré
saber—dijo él, girándose a la salida. Estaban perdiendo mucho tiempo. Debían
marcharse antes de que dieran el aviso al ejército.
—¡No! ¡Espere! —La joven caminó tras él pero
dos de sus hombres le cortaron el paso. —¡ladrón!—gritó enojada—. ¡Bandido!
Haré que le ahorquen. —Su voz hizo eco en el silencioso salón.
Los invitados volvieron a
recular, sin embargo el jefe de aquellos salteadores no se dignó en volver la
vista atrás, en cambio estudió por encima la joya de la muchacha. Era una
filigrana muy hermosa con esmeraldas y pequeños brillantes. Las gemas verdes
brillaron y por un momento se le fue a la cabeza los ojos de la joven que
seguía mascullando en el salón. ¿Quién sería la forastera? Debía haber llegado
mientras él viajaba. Una joven valiente e impulsiva. Iba a ser divertido
tenerla en la ciudad. La joya no parecía que fuera muy cara. Se
detuvo, lanzó la pieza hacia arriba y la volvió a coger en el aire. No pesaba
mucho. La guardó junto a las demás y salió de la casa escuchando como su
compañero, el del pañuelo añil, se despedía de los presentes.
Capítulo 1
—¿Por qué nadie ha
intentado detenerlos?
—Tranquilícese señorita. Son unos bandidos muy
peligrosos y nosotros estábamos desarmados.
El Senador Jhon Morgan
cruzó la sala con furia y ordenó a voz en grito que salieran hombres a
buscarlos.
—¿Cómo me voy a tranquilizar? —La muchacha,
exaltada, miró a los hombres del salón que fingían no estar pendientes de sus
palabras. «Atajo de cobardes todos» —Necesito recuperar mi gargantilla. —Se
llevó la mano al cuello desprovisto de joyas y sintió deseos de llorar.—¿Quiénes
eran? Necesito saberlo—exigió.
—Le llaman el Cóndor negro. Es un bandolero
que pertenece a los suburbios más bajos de Nueva Orleans. Nunca había oído que
asaltara en casas. —El hombre que le explicaba bajó la voz hasta convertirla en
un susurro. —Creo que tan solo quería provocar al senador. Asuntos de política.
La joven elevó sus
elegantes cejas con gracia y se dejó caer en un sillón de terciopelo celeste.
En seguida la llevaron una infusión de tila que ella aceptó con mano
temblorosa.
—A mí también me han robado y no organizo tal
escándalo— dijo una señora, resignada, al pasar por delante de la muchacha.
Ella no pudo evitar oírla
y la miró de arriba abajo. Quizá la señora tuviera razón y estaba dando
demasiado el espectáculo. Después de todo, lo último que quería era que las
miradas y los comentarios se centraran en ella. Cuanta más gente se olvidara de
que acababan de ser robados mejor. Pero… tenía todo el derecho a enfadarse, a
sentirse insultada, ofendida… ¡Debía recuperar la joya! ¡No tenía más remedio
que hacerlo!
—¿Que sabe sobre ese hombre, sobre el Cóndor
negro? —interrogó a su acompañante.
—Perdone—el caballero la miró con una sonrisa
un poco seria, —¿Cómo era su nombre? No recuerdo que nos hubieran presentado.
Ella le observó y se dio
cuenta de que era cierto.
—Discúlpeme, soy Patricia Rey Castro. —Le
tendió una mano. — Yo también creo que es la primera vez que nos vemos. Hace
poco llegué de España, soy la sobrina de don Alejandro Mayor Bruguer ¿Ha oído
hablar de él? —Tenía que saber quién era, pues su tío vivía allí desde siempre.
Con un suspiro agitó la cabeza sin esperar contestación, todavía consternada
por el asalto.—¡Es horrible! ¡Esto es una pesadilla! ¡Asaltada en casa de un
senador! ¡Donde vamos a ir a parar!
El hombre la estudió con
interés, posando sus labios en el dorso de su mano.
—¿Sabe quién le puede explicar mejor sobre ese
hombre? — Como ella negó, él prosiguió. Todavía sujetaba su mano. —Su primo
Rodrigo. —Súbitamente se puso colorado, la soltó y acercó una silla. No quería
que ella pensara que era un curioso. —Don Rodrigo y ese Cóndor negro se llevan
a muerte. Su primo no disfrutará del todo hasta no verlo entre rejas o colgado
por sus delitos. —Agitó la mano, —en la ciudad el Cóndor negro es como… un
salvador. Lucha por el pueblo, por la igualdad, contra la opresión…
—Robar a los ricos para dárselo a los pobres—dijo
ella frunciendo la nariz con gracia. —¡Pero no es justo robar a gente inocente!
¿Es por eso que Rodrigo se lleva mal con ese… rufián? No me extraña.
—Sí. Su primo no tolera la desobediencia, ni
las rebeliones. Según él tenemos un gobernador bastante cualificado y justo. Y
lo que está sucediendo con el pueblo son problemas causados por gente como el
Cóndor negro que trata de tomarse la justicia por su mano.
Ella asintió.
— Mi primo no vendrá hasta dentro de unos
meses y eso si viene. —Patricia se volvió a pasar la mano sobre el cuello. Era
de suma importancia que recuperara la joya, vital, de vida o muerte. — ¿Está
seguro que él sabrá quién es ese bandolero? —No quería admitir que no conocía a
Rodrigo en absoluto. Tan solo cuando eran críos se habían visto un par de
veces. Él era unos cuantos años mayor que ella por lo que nunca se habían
prestado atención.
—Estoy seguro que su tío repondrá la joya—contestó
el hombre—. Es mucho más importante que todos sigamos con vida ¿no le parece?
Patricia le miró con la
vista nublada. ¿Más importante para quién? Para ella no, desde luego. Si no
tenía esa gargantilla en menos de dos semanas, su propio cuello peligraba.
Asintió preocupada.
—No me encuentro muy bien, creo que voy a
retirarme. —Se puso en pie con ayuda del caballero y le entregó la taza de
porcelana. —Si tienen alguna noticia me avisaran ¿verdad?
Patricia miró la sala.
Había algunas mujeres que lloraban asustadas tanto por el asalto como por la pérdida
de sus adornos. Viéndolas así la joven no pudo entender tanto dramatismo. Esas
damas estaban bien posicionadas y podían comprarse más gemas. Ella, no solo no
tenía donde caerse muerta, gracias a dios que su tío la había acogido, su
problema era que tenía que devolver la joya a quien se la había tomado
prestada.
—¿Y usted quién era? —le preguntó Patricia.
Por el rabillo del ojo vio acercarse a dos jóvenes que últimamente la rondaban
mucho. —Al final con todo este lio no me ha dicho su nombre.
—Soy Arturo Cifuentes. Estoy seguro de que ha
oído hablar de mí. En casa de don Alejandro me adoran. Soy uno más de la
familia la mayoría de las veces, por no decir que soy el abogado.
Los ojos de Patricia se
abrieron con sorpresa observando al hombre. Era un poco más alto que ella y
bastante rechoncho. Era simplón con pinta de buenazo. Se cubría la calvicie con
varios mechones de cabello oscuro que le quedaba bastante ridículo y nada
favorecedor. Seguramente era soltero y a falta de conseguir mujer, y no porque realmente
fuera feo, tenía una sonrisa bonita…
—Es un placer para mí conocerle al fin señor
Cifuentes. Es cierto que he oído hablar mucho de usted. Mi tío Alejandro le
nombra mucho.
—Señorita Rey ¿se encuentra usted bien? —les
interrumpió uno de los jóvenes que ya había llegado hasta ellos. —Nos han
avisado de lo del asalto. En ese momento me encontraba reunido en el jardín con
dos caballeros y no nos enteramos de nada hasta hace unos minutos.
—Sí, claro que estoy bien. —Les sonrió. —Ha
sido el susto. Nunca me había sucedido nada igual. En España no pasan estas
cosas. —Mintió, pero ellos no podían saberlo.
Patricia Rey Castro era
española y había vivido siempre en su amado Ándalus. Era extrovertida y alegre
hasta que poco a poco los franceses fueron trasgrediendo sus tierras. De la
noche a la mañana sus padres, Don Álvaro Rey Luna y su madre Margarita Castro
fueron acusados de traición a la corona.
Se vio desprovista de todo
lo que había conocido, lujos, riquezas, todo quedó confiscado por las cortes
reales hasta no demostrar la inocencia de sus progenitores.
Los familiares más
allegados a Patricia optaron por enviarla al nuevo continente, a Nueva Orleans,
donde Don Alejandro Mayor se había ofrecido acogerla hasta que alcanzara la
edad de veintiún años, que era cuando la ley estipulaba que Patricia recuperaba
sus bienes, o lo que quedara de ellos.
La suerte del destino
quiso que en Nueva Orleans viviera una de sus mejores amigas, Valeria Juanés
Domínguez. Valeria y ella habían compartido dormitorio en el convento de las
Teresitas durante los últimos tres años de curso. Valeria llegó de América, un
país que continuaba con sus conflictos y luchaba por la independencia, pero sus
padres habían querido que se educara en España. Valeria siempre había sido
rebelde e impulsiva, habían pensado que un lugar como un convento trasmitiría humildad en su hija. No sabían
que Valeria no deseaba cambiar.
Desde que Patricia y ella
se habían separado la correspondencia había sido fluida y constante. Valeria a
su regreso se había encontrado en la misma posición en que Patricia se hallaba
ahora. Al menos sus padres no habían sido encerrados, eso sí, despojados de
todo por los franceses que en ese momento dominaban Nueva Orleans bajo mandato
por orden del nuevo Rey de España, José Bonaparte. La familia de Valeria no
abandonó la ciudad pero su ruina era enorme.
Patricia comenzó a conocer
algunos de los oscuros secretos de su amiga y poco a poco, sin darse cuenta, se
halló sumergida en los negocios de Valeria. Al principio Patricia había
sentido miedo, Valeria ya le había advertido que no era legal, y después de
decirla cuanto la iban a pagar por ello no pudo desestimar la oferta. Si
conseguía toda esa fortuna sería capaz de sobornar al mismísimo rey para
conseguir la libertad de sus padres. De un modo u otro se había propuesto sacar
de aquel injusto encierro a quienes se lo dieron todo y ayudar a Valeria a
recuperar lo suyo, de manera que se había convertido en confidente, agente
secreto de su amiga y espía de los franceses que habitaban la ciudad. Si
ahora por culpa de la gargantilla había estropeado los planes… ¿Qué podrían
hacerla? ¿Colgarla?
En cuanto llegara a la
Elenita se pondría en contacto con Valeria. Debía advertirla sobre lo ocurrido.
Si la gargantilla no aparecía antes de que la señora Delaware la echara en
falta, la acusarían de robo, y lo peor de todo es que no había terminado de
hacer un buen boceto sobre la pieza. Solo con el borroso bosquejo que tenía no
lograría que la joya falsa quedara perfecta.
De repente su vida se estaba
levantando a bases de mentiras. No estaba muy segura de que sus padres vieran
con buenos ojos en lo que se estaba convirtiendo gracias a las cortes españolas.
Cuando tuviera que darles explicaciones, porque las tendría que dar ¿Qué les
diría? Empezaría hablando de su intachable tío Don Alejandro Mayor. Un hombre
afable, tierno, justo, pero sobre todo el mejor actor que haya existido sobre
la faz de la tierra.
Don Alejandro había calado
profundamente en ella. Aparentaba ser todo lo que no era, y la mayor culpa de
todo lo tenía su hijo Rodrigo.
Patricia y su primo aún no
se conocían, excepto en la niñez de alguna vez que coincidieran. Pero ya sabía
cómo era él, egocéntrico. Su padre así lo había descrito. A Rodrigo le
importaba un comino que la gente de las aldeas y la ciudad pasaran hambre, o
que el gobernador se comportara peor que un tirano, siempre que no fuera él el
perjudicado. Ya les pagaba una buena suma de dinero y buenas relaciones con las
cortes españolas.
Su círculo de amigos era
como él, pensaban como él. La misma muchedumbre que seguía deambulando por la
casa del senador esperando que alguien dijera algo.
Don Alejandro le había
presentado aquellas personas que la habían acogido excepcionalmente bien por
ser familiar de quien era. El Mayor Bruguer era admirado en la clase alta y
aristocrática de Nueva Orleans. Pero Don Alejandro llevaba una doble vida. A
escondidas de su hijo donaba parte de sus cosechas a la tasca «el tuerto». En
ese sitio, regentado por Valeria Juanés, se encargaban de hacer llegar los alimentos
a los más necesitados.
En cuanto Rodrigo
regresara a casa, Patricia debería fingir que no era consciente de los negocios
turbios de su tío. Por otro lado le costaba no poder admitir ante Don
Alejandro, la amistad que la unía a Valeria. Cuanto su tío menos supiera de ella
mejor. Aunque eso significase luchar por la misma cruzada desde diferentes
bandos. Derrocar la injustica de los franceses sobre la ciudad.
A Valeria y a ella
difícilmente se les pudiera relacionar de antes de haber llegado al país.
Aquello no impedía que se viesen, al contrario. «El tuerto» proporcionaba los
mejores espectáculos flamencos del mundo. Grandes cantaores y guitarristas,
bailaores famosos llegados desde el mismo Madrid.
Valeria debía reservar
incluso mesas, y para dar más publicidad, Patricia cantaba los viernes por la
noche, lo cual fascinaba a los amigos de Rodrigo y a la elite. Ver a una
honorable dama sobre un escenario siempre llamaba la atención. De modo que la
tasca era el punto de reunión.
Después de la jugarreta
del Cóndor negro se convertiría en ladrona, o como poco en sospechosa. Muchos
testigos vieron como fue ella la última en guardar la gargantilla en el cofre.
Todo estaba saliendo bien,
la joya estaba en su poder preparada para hacer la copia perfecta, y en vez de
ello ¿Qué había hecho? Decidir lucirla en la reunión. ¡Vaya metedura de pata!
¿Cómo iba a imaginar que podían asaltarla en un sitio público? Desde
luego a sus padres les costaría entenderlo, pero rogaba que todo valiera la
pena para poder volver a reunirse los tres.
—Caballeros, espero que me disculpen. —Agitó
la cabeza con suavidad, el rodete estaba muy bien ajustado sobre su coronilla
por lo que tenía el cabello perfectamente arreglado. —Prefiero retirarme ya.
Todavía me encuentro un poco nerviosa.
—¿Le importa si le acompaño a la Elenita? Me gustaría
saludar a Don Alejandro—preguntó el abogado, con cortesía.
—¡No faltaría más! Me hará bien ir acompañada—le
sonrió.
Arturo se vino arriba cuando ella aceptó su
brazo. Profundamente halagado por la elección de la dama, sonrió a sus
compañeros con presunción.
Si en la cabeza de
Patricia no hubiera estallado una guerra psicológica de voluntades, habría
reído al ver el gesto del licenciado. Parecía un gallo de corral con el cuello
estirado ante los demás, dispuesto a picar al primero que se acercase. Pero
ella pensaba en ese momento, en lo sucedido. Necesitaba alertar a Valeria,
averiguar dónde podía localizar al Cóndor negro… negociaría, suplicaría si
hiciese falta. Si aquello no funcionaba, debía buscar un nuevo lugar donde
esconderse.
—Ese Cóndor negro… ¿Alguien sabe quién es?
El hombre negó.
—¿Por qué le interesa tanto ese hombre? —preguntó
Arturo.
—Él no, pero necesito hablar con él.
—¿De qué se trata señorita Rey? —El abogado
reflejó preocupación en su mirada.
—Hoy no puedo decírselo. Es un pequeño
problema que espero solucionar en breve, pero pudiera ser que en algún momento
necesite de su experiencia como abogado. Es agradable saber que puedo contar
con usted.
—Sería un placer para mi poder servirla—dijo
alegre, con los ojos brillantes de ilusión. —Si le sirve de consuelo, le diré
que muchas de las joyas que roban siempre aparecen.
—¿Ah sí? —Se extrañó. Su gargantilla no lo
haría. En cuanto el bandido supiera en cuanto estaba valorada la joya,
posiblemente hasta fuera capaz de retirarse, eso si los hombres de Delaware no
lo cogían y lo despedazaban antes. —Quizá he exagerado más de la cuenta, —quiso
restar importancia a su inminente problema. —Un collar no es más que un adorno.
—Y usted es tan bella que no necesita ninguno,
aunque claro, sé lo mucho que a las damas les encantan esas cosas.
—¿Sí? ¿Lo sabe? —rio—.Creo que usted es un
poco libertino.
—Uno hace lo que puede.
Patricia supo que con un
poco más de tiempo, Arturo estaría dispuesto a comer de su mano si ella lo
pidiera. Compadeció al hombre, había resuelto utilizarle para sus propios
fines. Procuraría hacerle el menos daño posible sin que saliese perjudicado.
Patricia había nacido con
una picardía ladina. Con solo cambiar la expresión de sus ojos por una mirada
de cordero asustado, y sonreír temblorosamente, conseguía lo que se propusiera,
al menos eso había sucedido con sus padres y los que la rodeaban.