*Acabo de rescatar esta novela de entre mis notas y deseo regalarla a quién le guste la aventura, el romanticismo y sobre todo leer. Espero que disfrutéis y si es posible podéis decirme que os parece, si os gusta, si no, bueno, que yo sepa que alguien la lee. jejeje.
No importa
Que piensen. Que hablen. Que digan.
Cap. 1
El hombre moreno,
erguido como una estatua y con la mirada clavada al frente, acarició con sus
fríos ojos azules la sinuosa costa otomana. Una suave brisa jugaba entre los
negros mechones que se rizaban en su nuca y se revolvían en la frente,
desordenados.
Diego hubiese creído
que la línea que separaba el mar de tierra firme era un espejismo de tan
borrosa como se veía, si no hubiera oído, desde lo alto del palo mayor, como el
vigía gritaba “Tierra a la vista”
Estelas de nubes
blancas sobrevolaban el cielo marcando la dirección del viento. El tiempo era bueno y las corrientes marítimas
ayudaban a que la nave se deslizara con mucha ligereza. No iban a tardar mucho
en arribar.
El destructor azul era
un galeón español de dos cubiertas y castillo con portas para setenta cañones.
En aquel momento solo llevaban veinte en total. Era uno de los mejores navíos
de la flota española, hermano de la nave San José, dirigida por José Fernández
de Santillán, en ese momento con rumbo hacía Portobelo. Estaba previsto que
desde la Habana la escuadra francesa de Ducasse les escoltaría. La Flota
española iba compuesta por once mercantes, algunos artillados.
Si Diego no hubiera
tenido que hacer esta repentina misión, se habría unido a las filas de José con
el destructor al frente. En cambio iba con uno de los mejores galeones y eso no
hacía que se sintiera orgulloso de haber emprendido el viaje. Deseaba de una
vez por todas llegar a tierra firme y concluir su asunto lo más pronto posible
para verse de nuevo en España, y si no era demasiado tarde, viajar directamente
a Cartagena de indias.
Para el hijo de un
noble español, cuyas potestades abarcaban valles y esplendorosas montañas, una
aventura de esa índole, no podía llevarle más que a una muerte segura.
Observando el horizonte
no pudo evitar recordar su furia,
aquella a la que sucumbió cuatro meses
antes. La misma que se apoderó de él cuando su hermana pequeña Ana Lisa fue
secuestrada por una partida de otomanos.
Todavía era incapaz de
creer que después de haberse pasado toda la vida defendiendo su patria, luchando
hombro con hombro con sus paisanos, estos se hubiesen negado acompañarle a
rescatar a Ana Lisa. Ciertamente el general de la Cruz había tratado de ser
sutil, aunque Diego no lo vio hasta días después. De hecho, aún le costaba
hacerse a la idea.
Volvió a contemplarse
de nuevo en la sala de la asamblea en Cádiz donde varios altos cargos estaban
reunidos.
― El consejo ha meditado sus palabras,
Almirante Salazar. Si bien nos apena enormemente lo ocurrido, lamentablemente y
como usted entenderá, en este momento no podemos aceptar su petición. Es
inviable mandar abiertamente a nuestras tropas a un futuro incierto, máximo
cuando no existen pruebas detalladas de lo expuesto.
Diego había dejado
fluir su ira echando un paso adelante frente al consejo. Con los dientes
apretados hasta el dolor, sus ojos recorrieron, acerados, a todos y cada uno de
los hombres que conformaban aquella reunión.
― ¡mi hermana ha sido secuestrada por un navío
turco! Ustedes saben que será vendida en aquellas tierras dejadas de la mano de
Dios y ¿me dicen que no piensan hacer nada? ¡Podría ser su esposa teniente
Almeda! – le dijo a un tipo bajito y regordete que esquivó su mirada con el
rostro rojo, incomodo ― ¡o su hermana Guzmán! –Diego, en ese momento no pensaba
con racionalidad y fue bastante cruel al dirigirse a él. Guzmán no solo era uno
de sus hombres si no un buen amigo. ― ¡su hija general! ¡Podría ser cualquiera!
– Apuntó con su largo dedo moreno al resto de los hombres ― ¿deberán sentirse
inseguras nuestras mujeres?
Para el general de La
Cruz, toda aquella situación no era nada fácil. Compadecía a
Diego y a su familia a quienes conocía desde siempre, entendía por todo lo que
estaban pasando y los apoyaba, pero él no era más que un peón a las cortes
españolas.
―Cálmese Almirante.
Lejos de tranquilizarse, embargado por la
impotencia, Diego se enfureció más. Su cuerpo alto y fibroso se había tensado
peligrosamente imitando al de una pantera antes de lazarse por su presa. Sus
ojos azules del tono del mar infinito eran tan amenazadores, tan espeluznantemente
fríos, que varios hombres dieron un paso atrás.
Guzmán nunca le había
visto así. Incluso el rostro que, normalmente era apuesto, se había convertido
en una salvaje máscara de granito, dura y rabiosa en sus facciones morenas.
― ¿Qué me calme? – Diego rió con cinismo al
borde de la locura ― ¡¿Cómo diablos se hace eso general?!
― ¡déjeme continuar! – Insistió de la Cruz
soportando su comportamiento – Es usted uno de nuestros mejores hombres y lo
sabe almirante. Hemos estado esperando más de siete años a que puedan zarpar la
flota de Galeones. Sabe que hemos puesto la fecha y será el diez de Marzo. No
podemos demorarnos en esta misión, sin embargo nadie le dice que usted esté
obligado a ir a Portobelo, puede ir a rescatar a su hermana por su propia
cuenta – el hombre mayor, peinando canas, ignoró el gesto incrédulo del más
joven – La corona española le otorgará el navío, el destructor azul, que no
podrá navegar bajo nuestra bandera. No creo que le suponga ningún problema
reunir una tripulación en condiciones. También se le entregará oro para llevar
este cometido con absoluta discreción. En caso de ser descubiertos se desmentiría
cualquier relación con nuestro país y embajada.
Diego preguntó,
sorprendido:
― ¿me está proponiendo que me convierta en
pirata?
―Ni se lo digo, ni se lo ordeno – habló de la
Cruz con voz inflexible – A mi entender es un plan descabellado, hasta suicida
me atrevería a decir. Tómelo como una sugerencia, o eso, o se olvida del tema y
acompaña a la flota escoltando la ruta de Cartagena de indias por lo que se ha
estado preparando todos estos años.
― ¿De modo que esa es la única salida que me
dan?
―Estoy siendo todo lo comprensivo que puedo
ser.
― ¿Qué haría usted en mi lugar?
El general se llevó las
manos a la espalda entrelazando los dedos.
―No estoy en su lugar, almirante. Dios no lo
permita.
Diego supo que no tenía
más opciones. Si quería salvar a Ana Lisa de los turcos debía hacerlo él mismo.
― ¿Cuál es el precio a pagar por tan magnifica
ayuda? – se atrevió a preguntar con acidez.
―Con que traiga el galeón de nuevo y pueda
unirse a la flota a su regreso es más que suficiente.
― ¿y si no vuelvo?
El general de la Cruz
se encogió de hombros. Sabía que era una posibilidad pero no dejó traslucir su
pena por el joven Salazar.
―Lo lamentaré mucho por sus padres.
El teniente Almeda se
cuadró y dio un paso al frente.
―Solicito unirme a la tripulación.
El resto del consejo
comenzó a murmullar.
Diego miró al hombre y
por primera vez, en sus ojos se dibujó un atisbo de gratitud.
― Inaceptable. Usted tiene esposa e hijo y no
quiero cargar con ello bajo mi conciencia.
―Pero señor… ― comenzó a ofenderse el teniente.
Guzmán le interrumpió.
―El almirante lleva razón Almeda, en cambio yo
no tengo esposa y me ofrezco voluntario.
Diego había contado con
él y cuando salió de allí no tenía tripulación completa, pero si un pequeño escuadrón
de hombres profesionales y cualificados. Lo demás lo planificaron sobre la
marcha. Guzmán se ofreció para contratar a un buen número de mercenarios. Con
oro todo se podía conseguir con rapidez.
Otra cosa muy distinta había
sido tranquilizar a sus progenitores. Ninguno se resignaba haber perdido a Ana
Lisa. Alegre, mimada y consentida había hecho inmensamente feliz a la familia
desde que llegara al mundo. Cuando ella había desaparecido todos se habían
vuelto completamente locos. Lucrecia, su madre, enfermó entrando en una
profunda depresión al pensar en todo lo que estarían haciéndole a su pequeña.
No era para menos dada la crueldad de la que hacían gala los turcos.
Don Alberto Salazar
intentaba demostrar una fortaleza que no sentía. Diego podía verlo cuando se
quedaba junto a él en la amplia biblioteca de la hacienda. Los ojos azules
idénticos a los suyos carecían de vida, perdidos en las inmensas lejanías de un
océano muerto, desbastado por la tristeza.
―Sé que debes hacerlo Diego – había dicho don
Alberto un dia después que Lucrecia se retirara a llorar a su alcoba – No sabes
lo duro que sería perderte a ti también.
―Lograré traerla de
vuelta padre, aunque para ello haga cosas de las que no me sienta orgulloso –
prometió aun sin terminar de creerse que comenzaría aquella expedición bajo
bandera negra. Ambos comprendían que de viajar con bandera española el país
podía sufrir un conflicto entre naciones, y dado la situación política vivida
hasta el momento, no tendrían muchas posibilidades de salir victoriosos frente
a los turcos.
No era muy frecuente
que estos llegaran a las costas de Cádiz en busca de esclavos, pero tampoco era
extraño. Esos últimos años se habían escuchado varios casos. Muchos de ellos
sin darles importancia ya que se trataban de gente humilde, no de ninguna dama
con la categoría de Ana Lisa Salazar.
Don Alberto, aunque no
se lo comentase abiertamente a Diego, se encontraba muy herido por no haber recibido el total apoyo
de la corona.
― Yo sí estaré orgulloso de ti si con ello me
regresas a tu hermana.
― Así será. No me daré por vencido.
―Pero dame tu palabra que no harás ninguna
tontería. No expondrás tu vida en un acto de venganza por muy justificada que
sea.
Diego miró a su padre a
los ojos. Ardía en deseos de decirle que no le obligase a cumplir ese
juramento. En vez de eso le dijo:
―No soy ningún loco impulsivo padre. Me
conoces de sobra como para pedirme algo así.
―Por eso te lo digo.
Diego había salido de
su presencia antes de prometerle nada. No podía hacerlo.
Lo verdaderamente
difícil para Diego habia sido despedirse de Carmen Campos de Mendoza. A pesar
de verla varias veces después de saber que embarcaría, egoístamente no había
querido decirla nada. La conocía de un modo íntimo y sabía que ella intentaría
detenerle por todos los medios. Sin duda Carmen deseaba que se uniera a las
filas de José, lo que le habría dado un enorme prestigio y seguramente uno de
los mejores títulos aristocráticos del país.
Carmen era una dama
española hija del noble don Jaime Campos y Luján. Era prácticamente un hecho
que Diego y ella acabarían casados, aunque por el momento él no había pedido su
mano formalmente. Pensaba hacerlo después de regresar de Cartagena, ahora sin
embargo lo haría cuando por fin rescatara a su hermana de los invasores, si es
que regresaba con vida.
Una mañana que Diego se
encontraba en el destructor observando como sus hombres cargaban barriles y
cajones de alimentos, fue que Carmen lo visitó en busca de explicaciones al enterarse
de la noticia. Él vestía una camisa blanca, abultada, abierta sobre el pecho y
un pantalón fino que le permitía moverse con facilidad. Yendo de un lado a otro
igual que un felino, se trasladaba del castillo a cubierta y de esta al
puente, sin dejar de dar indicaciones.
― ¡Llevar esa polea a la bodega! – gritaba. –
¡revisar los aparejos! ¡Alguien, que quite ese cubo de ahí!
Escuchó el fuerte revuelo que se produjo en el
muelle y supo, por los penetrantes silbidos, que una mujer acababa de llegar. Por
un extraño motivo su sexto sentido le advirtió que se trataba de Carmen. Lo
había estado esperando tanto como lo había temido.
Se pasó la mano por la
mejilla arrastrado los negros cabellos hacía atrás. Ella ya se había enterado
de que se marchaba y eso no era bueno. No en ese preciso momento. Diego esperaba
no tener que discutir y mucho menos delante de su tripulación.
Carmen era de carácter
fuerte y apasionado. No era ninguna tonta como para provocarle en público
sabiendo que él era capaz de ridiculizarla delante de tanta gente. Le conocían
por su fiero orgullo. Con una sola mirada de sus profundos ojos oceánicos era
capaz de intimidar sin necesidad de palabras o cualquier gesto. Era difícil
manejarle si él no se dejaba, y en cuanto a terquedad se llevaba la palma.
Estaba acostumbrado a hacer lo que quería y cuando quería, lo que en más de una
ocasión le sirvió para dormir en los calabozos cuando se revelaba contras las
órdenes del general de la Cruz. Sus hombres le admiraban aunque no le
envidiaban por ello. Los castigos que Diego había sufrido no hubieran sido
soportables por otros.
―Almirante acaba de llegar tu señorita – le
avisó Guzmán que iba tras un marinero indicándole donde dejar varios baúles.
Guzmán, tal vez era el único que podía bromear con él sobre ese tipo de cosas. Pero
por la mirada que le hecho Diego supo que no era el mejor momento para ello, y
omitió seguir importunándolo más. No por eso ocultó la amplia sonrisa que
llevaba en su boca ancha al pensar, en cómo Diego, iba a encarar a la furiosa
dama que esperaba en el inicio de la pasarela. Por el rabillo del ojo observó a
su almirante dirigirse hacia allí como si estuviera caminando al mismo cadalso.
La mañana era cálida y
el sol lucía esplendoroso en un cielo azul totalmente despejado. Las gaviotas
revoloteaban sobre los altos mástiles al olor de los pesqueros amarrados en el
muelle.
Diego observó a Carmen
desde lo alto de la embarcación. Ella se movía incomoda dentro de su vestido de
brocado granate de abultadas faldas. Llevaba una peineta de nácar con mantilla de encaje cubriendo su oscura
cabellera, y con una mano a modo de visera le buscaba. Le hizo una señal con la
palma abierta al descubrirle.
Diego se tomó con calma
el descender de la pasarela. Notaba la impaciencia de Carmen, que le esperaba
con las manos en las caderas, con evidente mal humor. No le complacía en absoluto su actitud.
― ¿pensabas decírmelo o te ha parecido más
correcto que me enterase por otros? – le increpó ella nada más llegar a su lado.
Su voz, más bien áspera y ronca, sonaba bastante fría en sus oídos.
Con una sonrisa
superficial y una corta reverencia la saludó.
―Buenos días Carmen ¿Qué haces en puerto? No
me gustas que vengas sola.
―Ahora no estoy sola.
Diego la cogió del brazo y con firmeza la guió
por el suelo de madera en dirección al carruaje de ella, estacionado en la
avenida principal.
― Estoy muy ocupado Carmen. ¿Qué te parece si
lo discutimos en otro momento?
― ¿no pensabas decírmelo? ¿Te estás preparando
para embarcar y sin embargo a mí no pensabas decirme ni una palabra?
― No tenía intención de marcharme sin
despedirme de ti – respondió tranquilamente, ignorando todas las miradas que
estaban sobre ellos.
― ¿y cuando pensabas hacerlo? – le recriminó todavía
furiosa.
― En el momento
adecuado que obviamente no es este. No parto hasta la semana que viene y no he
visto la necesidad de decírtelo antes.
― ¡todo el mundo lo sabe! Se me ha quedado
cara de tonta cuando mis amigas lo han comentado esta mañana. Por supuesto las
he dicho que se confundían. Tú vas a embarcarte con la flota del conde Casa
Alegre.
Diego soltó un ruidoso
suspiro.
―No Carmen, no voy a ir con José.
―Entonces no te embarques – pidió ella
viéndole abrir la puerta del vehículo.
Diego soltó una
maldición impaciente.
― ¡Es mi hermana y debo ir! Igualmente iría si
te hubiese ocurrido a ti. Lo lamento si no es de tu agrado pero he tomado mi decisión.
― ¿Cómo puedes hacer eso Diego? ¿Qué sucede
con todos nuestro planes? ¿Y si te ocurre algo?
Diego hizo un esfuerzo
por contenerse. No quería faltarle, si bien era en verdad lo que se estaba
buscando. Cuando Carmen hablaba sin pensar, la mayoría de las veces
despotricando a sus amigas, él simulaba prestarla atención aunque no fuese así.
Pero ahora se trataba de Ana Lisa… Se
armó de paciencia.
― ¿No puedes entender que no tengo opción? Estoy
decidido a traer a mi hermana a como dé lugar. ¿Crees que ahora soy capaz de
pensar en el futuro? Solo Dios sabe lo que sucederá.
― ¿Dónde estaba ella para que la secuestrasen?
Ana Lisa no ha hecho más que buscarte problemas desde…
Diego se enfureció. No
le iba a permitir una palabra mal de su hermana.
― ¡suficiente! No importa lo que ella hiciera o
donde estuviera. Es mi hermana Carmen. ¿Qué sucede contigo?
Tras pensarlo unos
segundos, Carmen bajó la mirada, culpable con su comportamiento.
― Tienes razón querido.
Perdóname, es solo que te amo demasiado y de repente he sentido temor a no
volver a verte más.
Diego no dudaba de su
amor. Él también sentía un gran afecto por ella, pero eso no significaba que no
debiese cumplir primero con sus prioridades. Quizá era más egoísta que Carmen. Aquellos
días se había acostado con ella sin querer advertirla que en breve tomaría un
rumbo muy distinto al que esperaba.
A la pregunta de si amaba
a esa mujer no podía dar una respuesta concisa. Jamás había estado enamorado
del modo en que lo estaban sus padres. En cambio tenía que admitir que Carmen
le arrastraba a la pasión, a la excitación y el deseo. Esas palabras eran lo que mejor definía su
relación.
Consciente de que toda
la tripulación les observaba expectantes, Diego se permitió darle un casto beso
en la frente. La fragancia de gardenia y sándalo que usaba Carmen
le envolvió.
―iré a verte esta noche – prometió.
Ella asintió con una
mueca pesarosa.
―No faltes por favor.
―Lo juro.
Diego la ayudó a subir
y antes que el coche se pusiera en movimiento le dio la espalda caminando de
nuevo hacía el destructor. Carmen hubiera ansiado que él se
mostrase más cariñoso e hiciera alguna exhibición del amor que le profesaba.
Pero Diego nunca lo hacía. Al menos no en público.
Dos de los oficiales del
Destructor habían montado una improvisada mesa junto a la pasarela. Justo al
otro lado se habían congregado una larga fila de marinos esperando que les
contratasen. Habían escuchado que pagaban bien y el trabajo era escaso.
A Diego le llamo
especial atención uno de rasgos musulmanes. Ojos oscuros rasgados, piel
olivácea y cabellos ensortijados de un tono castaño oscuro. Le sacó de entre el
resto.
― ¿Qué idiomas hablas?
―Ingles, árabe y español – respondió el
muchacho con orgullo irguiéndose en sus ropas holgadas de aspecto humilde. Era
un sujeto delgado y de baja estatura. Diego le sacaba una cabeza larga.
― ¿Cómo te llamas?
―Ayoub.
―Ayoub busca a Guzmán, mi segundo de a bordo y
dile que vas de mi parte.
― ¿Y quién es usted?
― Tú
almirante.
― Si
señor, ahora mismo señor – respondió el jovencito con una amplia sonrisa y una
exagerada reverencia. Corrió hacía la pasarela dichoso con su suerte.
Más tarde Diego revisó
el resto de la tripulación. Cien hombres fuertes y osados que el que más o el
que menos se habían visto envuelto en alguna batalla en un momento de su vida.
Por la tarde, tal y
como había prometido, se acercó a ver a Carmen. Muy lejos de pasar el tiempo
charlando o intentando persuadirle de que no cumpliera su objetivo, ella se
empeñó en que formalizaran su compromiso.
Cansado de seguir
escuchándola, él aceptó.
―Cuando vuelva nos casaremos, pero no vayas
publicándolo hasta mi regreso, por tú bien y por el mio.
― ¿acaso no piensas volver?
―No es eso. Puede que conozcas a alguien
mientras yo esté fuera.
Ella agrandó los ojos observando como Diego se
vestía.
― ¿Cómo puedes ser tan insensible? ¿De verdad
piensas eso? ¡Eres un loco si crees que…! ¿Lo crees?
―Puede ser – sonrió él con petulancia.
― ¡te esperaré siempre!
―Aun así no lo vayas diciendo hasta estar
completamente segura de que es eso lo que quieres.
―¡Hablas de nuestro compromiso como si fuera
un simple negocio! – dijo Carmen molesta – es como si no quisieras casarte.
Diego la miró con el
ceño fruncido.
― bien sabes que no me entusiasma la idea, no
obstante, lo hago porque sé que te hace feliz. Deberías alegrarte en vez de cuestionarme.
―Pues no te sientas obligado – respondió ella,
mordaz, admirando el largo cuerpo que se abotonaba la camisa.
―No me siento así. En
este momento me importa más otros asuntos que este… lio de enamorados. Mi
preocupación esta con Ana Lisa. – Diego no vio que su comentario la hería.
― ¿volveremos a vernos antes de que embarques?
Carmen se había
incorporado y se estaba colocando una suave bata de seda.
Diego la miró. Su
actitud no le engañaba. Podía reconocer cuando ella estaba molesta y ese era
uno de esos momentos. Se acercó rodeándola por la espalda. Hundió su nariz en
el espeso cabello y la escuchó suspirar cuando él apretó su pelvis contra el
bien formado trasero.
―Volveré Carmen – las manos de Diego se
deslizaron hasta sus pechos y los acarició a través de la seda – ya te avisaré.
Carmen dejó caer la cabeza hacia adelante, de
nuevo excitada.
― ¿no vas a escribirme, verdad?
―no lo creo – admitió, presionando sus caderas contra las de
ella. – pregunta en casa si quieres
saber de mí.
Carmen gruñó y después se
resignó. Si aguantaba los desplantes de Diego era simplemente porque sabía que
una vez que se casaran él dejaría de tratarla como si fuese una amante
cualquiera. Si él no le gustase tanto, si no fuera un hombre guapo, unos de los
mejores partidos de la zona y no le hiciera el amor hasta hacerla delirar, lo
habría mandado a freír espárragos hacía tiempo.
Él también pensaba lo
mismo, por eso había sido sincero con ella. Si Carmen conocía a otro hombre en
su ausencia no le iba a importar demasiado.
***
―Almirante ¿Qué ordenas? – la voz de Guzmán,
situada justo detrás de él, le sacó de sus recuerdos. Diego le miró sobre el
hombro y esperó que se colocara a su lado, observando la costa.
―Esperaremos a que anochezca. Anclaremos en
aquella cala y descenderemos en barcas. Vamos a mi camarote y volvamos a mirar
el mapa.
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