No importa
Que piensen. Que hablen. Que digan.
Capítulo 2
Capítulo 2
― ¡Farah! ¡No has debido hacer eso! En cuanto
Abu se enteré mandará a llamarte. Volverá a castigarte de nuevo. ¿Acaso no
recuerdas que la última vez por poco te mata?
Farah, una bella joven,
con un rostro de rasgos finos y delicados y una larguísima melena que acababa
en pico sobre su cintura, se volvió a Raissa encogiéndose de hombros. Delineaba
sus ojos verdes con un polvo negro muy fino llamado khol, que usaba tanto para
embellecer sus ojos como para protegerse del sol.
―No le tengo miedo. – masculló.
―Tú no, pero ¿no te das cuenta de que me matas
a mí con tú actitud? – dijo Raissa con una mirada apenada. No gritaba a pesar
de su enfado. Su voz era tranquila como un mar en calma – Ese hombre busca que
hagas lo más mínimo para castigarte.
― ¡Tú lo has dicho madre! Da lo mismo lo que
haga porque siempre vendrá por mí – respondió, enojada. – Abu ha mancillado a
la extranjera y no es más que una niña. Yo solo he tratado de curar sus heridas
y he sido amable.
― ¿Debo recordarte que tienes prohibida la
entrada en las celdas?
―Tengo prohibido todo y estoy cansada. Soy tan
hija de él como Corinna y sin embargo a ella le da todo.
Raissa frunció el ceño
mientras acechaba desde el hueco de la puerta que nadie se acercase a los
dormitorios. No deseaba que vieran a su rebelde hija hablando mal del Sultán al
Rashed.
―Corinna es la hija de su esposa. Tú solo lo
eres de una esclava. Farah, escúchame bien, no puedes quejarte, podría haber
sido mucho peor contigo y no lo es.
― ¿y por qué lo soportamos? ¿Por qué no
intentamos huir?
Farah sabía que era
inútil intentar convencer a su madre. Raissa temía Abu con toda su alma y jamás
se atrevería hacer nada para enojarlo, pero no había día que ella no intentara
convencerla.
― ¡te dije que no volvieras a mencionarlo Farah!
Si quieres marcharte…
―contigo.
― ¡no! – Raissa agitó la cabeza, nerviosa – Yo
no puedo marcharme Farah, pero tú si puedes. No hay nada que te ate aquí.
―Nada, solo tú y no pienso abandonarte. – Farah
caminó hasta Raissa y la tomó las manos. – madre, podemos sacar a la extranjera
de aquí. No aguantará mucho tiempo más.
―Abu ha dicho que va a venderla. Quizá
encuentre un hombre bueno.
― ¡Ja! – Se mofó Farah agitando el pañuelo de
seda que colgaba de sus hombros – la venderán para el uso de las tropas y lo
sabes. De no ser yo la hija de él habría corrido la misma suerte. Puede que
algún día lo haga, siempre está amenazándome con lo mismo.
―No lo hará Farah. Tú padre te necesita como
moneda de cambio.
―Que viene a ser prácticamente lo mismo. En
vez de entrar en guerra me entregará alguno de sus enemigos para hacer una
alianza. ¡Pues qué bien! Realmente tengo un futuro muy prometedor aquí –
contestó con sarcasmo.
El ceño de Raissa se
tornó más profundo.
― ¿Por qué siempre te tienes que revelar? Si
demostraras que puedes ser sumisa…
―Y hacerme la ciega y no ver todas las
crueldades de las que es capaz. No gracias. – se apartó de su madre y caminó
hacía uno de los arcos. Desde allí observó la estrecha calle trasera por la que
más de una vez escapaba del palacio. Dos guardias paseaban de un lado a otro de
la calle en silencio. ― ¿Qué harás cuando yo no esté, madre?
Raissa lloriqueó.
―No me digas eso Farah. Si te casas tú padre
dejará que me vaya contigo.
Farah se volvió a
mirarla con desconfianza.
― ¿y si no es así? ¿Y si no te permite salir
de aquí?
― ¿Quieres huir? Si de verdad quieres
marcharte yo te ayudaré a salir de aquí.
―Sabes que no me
marcharé sin ti – volvió de nuevo sus ojos a la calle, se apoyó en el quicio de
la ventana y respiró el aire cálido de la tarde. Las nubes cubrían el cielo
ocultando parcialmente el sol. No se dio cuenta que su madre abandonaba la
estancia dejándola sola.
Farah estaba acostumbrada
a tener esa conversación con ella una y otra vez, sin embargo no entendía por
qué su madre se mostraba tan reacia a salir de allí. Raissa era inglesa y hacía
veinte años había sido secuestrada. Abu la había comprado en el mercado de esclavos
y como a otras tantas, la había violado. Si tan siquiera Raissa hubiese formado
parte de su harén Farah no tendría por qué quejarse. Las mujeres de Abu y los
descendientes eran muy bien tratados, pero no había sido así. Raissa no había
dejado de ser su esclava por su condición de extranjera.
Farah era mejor tratada
que su madre, sobre todo por los habitantes de palacio que aunque la vieran
como una bastarda, reconocían que la sangre de Abu corría por sus venas. Para
ellos era una hija más y al tiempo, la sirvienta de Corinna, su hermana
pequeña. Sin embargo su padre parecía odiarla. Siempre estaba reprochándola el
asqueroso color de su cabello cobrizo, su carácter rebelde y su decisión a
llevarle la contraria. Por cualquier cosa la castigaba, por eso ella intentaba
evitarle en todo lo posible.
― ¡¿has sido tú, Farah?!
La muchacha se volvió
al escuchar la estridente voz de Corinna, se encogió de hombros:
― ¿Qué se supone que he hecho ahora?
― has entrado en las celdas.
Perpleja, caminó hasta
su hermana.
― ¿tan pronto se han enterado?
―No lo saben todos. ― Dijo
Corinna con la respiración acelerada.
― Me lo ha dicho tía Sherezzade. ¡Te has vuelto
loca! ¡Padre te matará!
―me daba mucha pena esa muchacha, Corinna. Si
la hubieses visto, tiene más o menos tu edad. La pobre estaba…
― ¡pero es extranjera y no deberías
intervenir!
Irritada por sentirse
una incomprendida, se cruzó de brazos.
― ¿Se lo dirá tu tía a padre?
Corinna cerró la puerta
deprisa. Se había quitado el velo del cabello y también lo llevaba sobre sus
hombros, mostrando una magnifica y lustrosa melena negra.
―depende.
Farah miró con atención
a su hermana. Corinna era una muchachita muy linda de piel morena y unos
enormes ojos tan negros como el tizón. Llevaba oro y piedras preciosas en las
orejas, las muñecas, el cuello, la cintura y los tobillos, a veces también en
el cabello aunque no pudiese lucirlo en público. A penas la faltaban unos meses
para cumplir los dieciséis años y su gran sueño era casarse y salir bajo las
ordenes de su padre, el Sultán Abu al Rashed.
― ¿Depende de qué? ¿Qué es lo qué quieres? –
preguntó Farah. Conocía a su media hermana más que de sobra e intuía un
chantaje por su silencio. Desde bien pequeña Corinna solía hacerla eso. Farah
era más lista y solía comprarla con joyas, a Corinna le encantaba el oro y Farah
poseía mucho, pues si bien su padre decía no quererla, cada vez que regalaba
una joya a una, se lo regalaba a la otra también.
―Solo un pequeño favor Farah – Corinna bajo la
voz hasta convertirla en un susurro – Hay un muchacho…
― ¡oh, por favor! ¡No me metas en esos líos Corinna!
– exclamó, llevándose las manos a la cabeza.
―Te prometo que no es nada malo, solo
escúchame Farah. Si lo haces yo convenceré a la tía Sherezzade de que no diga
nada.
A Farah no le
interesaba su oferta. Inspirando profundamente, cerró los ojos y luego los
abrió lentamente.
― Qué más da. Finalmente padre se enterará de
que fui yo.
― ¿Y si te ayudo a
sacar a la extranjera de aquí?
―No lo harías – respondió Farah sin creerla. –
odias a los extranjeros tanto como padre.
― ¡No odio a tu madre! – se defendió Corinna.
Farah sabía que aquello
no era cierto. A Corinna nunca le había gustado Raissa al igual que la madre de
Corinna quien había envidiado a la inglesa desde el mismo momento de conocerla,
incluso cuando se casó con Abu pidió por favor que se deshiciera de Raissa y la
vendiera. Abu se negó porque Raissa debía cuidar de Farah que para aquel
entonces ya había nacido.
Con un gemido de
tristeza, se obligó a escuchar a su hermana.
―Cuéntame Corinna – pidió, sentándose en el
borde de la amplia cama de cobertores brillantes. Poseía una habitación grande
cubierta por una espesa alfombra persa de tonos granates y castaños.
Corinna meditó unos
segundos, mordisqueándose el labio inferior pensativamente. Se acercó hasta Farah:
―Se llama Caleb de la casa de Narcise. He oído
que va a pedir la mano de Nora, pero yo quiero que pida la mía.
― ¿De Nora, tu amiga?
― Solo medio amiga. No es más que una envidiosa.
Hace tiempo le presté un collar que aún estoy esperando que me devuelva. Dice
que lo ha perdido pero no la creo.
― Te he
dicho muchas veces que no dejes las cosas que aprecias. – la regañó. Se centró
en el tal Caleb ― ¿Por qué quieres que ese muchacho se case
contigo?
― ¡No es un muchacho! ¡No puedo creer que no
sepas quién es! Debes prestar más atención en las audiencias de padre – Corinna
se echó a reír. ― es uno de los hombres más guapo que he visto
nunca. El problema es que él todavía no me conoce.
Farah frunció el ceño.
― ¿no os conocéis?
―Yo a él sí, lo he visto muchas veces, pero él
a mí no. Yo soy mucho más guapa que Nora y más rica también. Solo falta
conocernos y… lo haremos esta noche.
Asombrada, Farah
sacudió la cabeza, ahuyentando las inquietantes preguntas que le vinieron a la
mente, y miró largamente a su hermana.
― ¿Qué has hecho Corinna?
―Le he citado en la ruinas del antiguo poblado
esta noche.
Farah se frotó los ojos
con las palmas de las manos.
― No puedo creerlo. ¡No
puedes hacer eso Corinna!
― Ya lo he hecho y si no acudo él pensará que
soy una mentirosa y que solo quería jugar con él. Por favor, por favor, Farah.
Tú eres la única que puedes ayudarme.
― No
puedo hacerlo. Si padre se entera que te ayudé a salir de palacio es capaz de
matarme de verdad.
Corinna rió,
conmocionada.
― No quiero que hagas
eso, deseo que me acompañes. Tú sabes desenvolverte mejor que yo y solo
tendrías que decir a la guardia que yo soy tu sierva. Ya lo has hecho otras
veces, además ¿Quién me va a cuidar mejor que tú?
― No estarás insinuando que me haga pasar por
ti ¿verdad?
―Sí, pero solo ante sus
hombres. Cuando estemos frente a Caleb le diremos quién es quién. Por favor Farah,
no puedes negarte.
Farah agarró con
firmeza la colcha y miró boquiabierta hacia el arco de la ventana. Todavía
faltaban horas para que anocheciese. Volvió a mirar a su hermana.
― No me pidas eso Corinna. ¡Padre no nos deja
salir solas durante el día, menos si es de noche!
―él no se va a enterar. Si todo sale bien, te
prometo que te ayudo con la extranjera. Es más, podrías irte con ella. Yo sé
cuánto deseas marcharte de aquí.
Farah negó con la
cabeza.
―Nunca me iría sin mi madre. Además ya sabes
que te echaría mucho de menos.
Corinna le abrazó con
fuerza. Se apartó y la miró directamente a los ojos.
―padre a mí me casará con un hombre de bien,
si tengo suerte con Caleb, en cuanto a ti, Farah, él no accederá a tus deseos y
a mí no me gustaría verte sufrir. Te quiero mucho.
Corinna sabía tocarla
la fibra sensible. Era una joven muy inteligente y la mayoría de las veces
sabía cómo conseguir todo de los demás. Lo malo es que Farah también la quería
mucho. Era su hermana pequeña y si Corinna era avariciosa y manipuladora mucha
culpa era de ella por consentirla todo desde el mismo momento en que nació.
―La tía Sherezzade y mi madre convencerán a
Raissa para que se marche contigo. – prometió Corinna.
Farah sabía que su hermana hubiera sido capaz
de prometer cualquier cosa con tal de que le ayudara, pero pensar que su madre
y ella podían salir del país… Sintió una repentina emoción en el
cuerpo. Después de todo, su hermana nunca la traicionaría. ¿Verdad?
― ¿lo harías Corinna?
―te lo prometo Farah,
pero ayúdame con Caleb – suplicó. – ese
hombre me gusta mucho.
Farah se apiadó de Corinna,
la pobre no podía ir nunca a ningún sitio sin la mirada crítica de su tía. De
todas las muchachas de su edad, ella era la única que aún no tenía ningún
pretendiente solo porque no había tenido ocasión de conocer directamente a
muchos hombres. Abu las tenía prohibido hablar con el sexo opuesto a excepción
de los sirvientes de la casa, la guardia o los eunucos del harén.
―Supongo que tu tía no sabe nada de esto –
dijo Farah pensando que si Sherezzade se enteraba de aquellos planes, era
seguro que le echaría la culpa a ella y diría que habría arrastrado a Corinna a
la fuerza.
―no sabe nada.
―De acuerdo Corinna. Te acompañaré, pero
recuerda lo que has prometido.
*************
Más tarde, después de
bailar para las esposas de Abu, Farah y Corinna vistieron modestas túnicas
oscuras y se cubrieron con el burka, un velo que ocultaba el pelo, rostro y
cuello.
Desde las cocinas,
salieron al patio. Ambas se habían retirado disimuladamente y solo cuando
supieron que Sherezzade se marchaba al harén, el lugar donde dormía vigilando a
las mujeres, fue que las hermanas se
atrevieron a salir.
Corinna, aferrada a la
mano de su hermana que iba por delante, se aplastó contra la pared cuando Farah
le advirtió de la guardia. Se fundieron con las negras sombras conteniendo la
respiración. Vigilando con ojos espantados a los dos hombres, que iban inmersos
en una charla, esperaron a que doblasen la esquina para salir corriendo hacía
el portón. Allí abrieron la pequeña puerta interior y mientras Corinna corría
hasta un bajo soportal, Farah volvía acerrar la madera con suavidad.
En silencio, recorrieron
las estrechas callejuelas con prisa. A penas había gente por las calles y
cuando se cruzaban con alguien, bajaban las miradas para no ser reconocidas.
Una solitaria figura negra habría llamado la atención mucho más que ellas dos,
además caminaban con agilidad y largas zancadas simulando llegar tarde a algún
sitio.
Farah había salido más
de una vez haciendo lo mismo. Para Corinna aquella era toda una aventura y
estaba totalmente excitada. Nunca había salido de casa sola, y aunque esta vez
fuera con Farah, sabía que su hermana no era tan estricta como su tía. También
estaba emocionada porque Caleb pensaría de ella que era una mujer osada, no una
sosa parada como era Nora. Los hombres no solían decirlo, pero a todos les
gustaba que sus esposas tuvieran al menos un poquito de carácter, de lo
contrario la vida se tornaba muy aburrida. La madre de Corinna era aburrida al
igual que las demás mujeres del harén, por eso Abu no había echado a Raissa de
allí. Según había oído Corinna, a su padre le gustaba discutir con la mujer y
sus relaciones sexuales eran muy apasionadas.
Llegaron a una calle de
escaleras muy empinadas y ambas se levantaron un poco la túnica para subir. Una
vez que llegaran arriba del todo solo debían seguir un corto camino lleno de
corrales hasta las ruinas. Farah no lo sabía pero Corinna tenía la seguridad de
que Caleb al menos estaría acompañado por cinco hombres. Nora le había dicho
que siempre iba con sus guardaespaldas a todos los lados.
Cuando llegaron arriba
de las escaleras, Farah tomó la mano de Corinna con fuerza al ver el grupo de
hombres, que muy cerca de allí, parecían discutir.
―Hay mucha gente Corinna, deberíamos volver
atrás.
La vereda se iluminaba por
dos antorchas colocadas en unos altos maderos.
―Son los hombres de
Caleb – dijo Corinna, instándola a seguir.
Farah miró al grupo. Un
par de sujetos hacían ademanes con las manos como si indicaran algún camino.
En cuanto las jóvenes se
acercaron más, Farah se detuvo, asustada. No sabía quién era ese Caleb, pero
excepto uno de los tipos que vestía una larga túnica rallada, los otros
parecían extranjeros.
Corinna también se paró en seco.
― Oh, oh.
― ¿Qué quiere decir eso Corinna? – preguntó Farah
reculando un paso. Los hombres las vieron.
―Que no parecen esos Farah.
― ¡esperar! – dijo el de la túnica que se acercó hasta ellas. Era delgado y tenía
el cabello negro, ensortijado.
Farah tomó a Corinna y
le puso tras ella. Con la barbilla en alto miró al hombre
que era tan solo unos centímetros más alto.
― ¿Eres Corinna al Rashed? – preguntó el
sujeto en perfecto árabe.
Farah tembló.
―Sí, soy yo.
Quiero ver a Caleb.
El hombre se volvió al
resto de compañeros y les hizo una señal. Estos se acercaron en cuestión de
segundos.
― ¿ustedes están con Caleb de la casa Narcise? ― preguntó ella, deseando que dijera que sí.
Tenían que estar con él, de otro modo… ¿Cómo sabían ellos quienes eran?
Definitivamente los
hombres eran extranjeros. Incluso en las sombras sus ropas eran inconfundibles.
Uno de ellos, de una altura asombrosa, caminó hasta ella y de un solo
movimiento le retiró la capucha de la túnica de la cabeza. Su desilusión fue
evidente al verla con el velo que cubría sus cabellos y la mitad de su rostro, pero no hizo intento
de quitárselo.
Él dijo algo en un idioma que ella no
entendió. Se parecía mucho al dialecto de la española encerrada en la celda de
palacio.
Ambas hermanas se
quedaron en silencio, mirándolos, mientras el único musulmán y él hombre alto
intercambiaban varias palabras.
De pronto el extranjero se volvió a Farah y
una de sus manos le rodeó el cuello con tanta fuerza que ella sintió que se le
iba a partir de un momento a otro. Corinna, detrás de ella, gritó reculando.
― ¡Márchate! – logró decir Farah, asustada. El
hombre apretó más su garganta y ella pensó que iba a morir. No podía respirar. Le
agarró la mano con las dos suyas y clavó sus ojos en los oscuros pozos
envueltos en sombras. Le llegó hasta la nariz el aroma limpio que emanaba de la
piel del hombre, como jabón perfumado. Tras de sí escuchó gritar a Corinna y
sintió un repentino miedo porque la hirieran. – No le hagan daño por favor –
imploró con voz ahogada. Apenas podía hablar por la presión de su garganta.
Él inclinó la cabeza hacía la suya y le susurró
algo junto a la mejilla, con los dientes apretados, causándola dolor. Farah no
le entendió, solo notaba la furia que su tono dejaba entrever, el ardiente
aliento golpeando su cara y el roce de los dientes que a la luz de las antorchas
se veían peligrosos.
Farah creyó que se iba a desmayar. El oxígeno
no entraba en su garganta y la sangre se agolpaba en sus labios. Por suerte el
individuo aflojó los dedos y ella se apresuró a coger aliento.
― ¡No hemos hecho nada! – lloró, buscando la
hueca mirada del hombre. – ¡se están confundiendo con nosotras!
Él la miró con desprecio lanzándola contra el
suelo. Farah cayó sobre su trasero. En seguida se le unió Corinna, que se
aferró a ella entre sollozos.
El tipo bramó, mirando al
musulmán. Este se puso de cuclillas ante las jóvenes.
― ¿En verdad eres Corinna hija de Abu al
Rashed?
Farah abrazó con más
fuerza a su hermana y asintió.
― ¿Quién es la muchacha que te acompaña? –
volvió a preguntar el joven.
―Es… mi sierva, Celine – mintió. Si esos
hombres buscaban a la hija de Abu, que al menos creyeran que tenían a una, no a
las dos.
El musulmán se puso en pie otra vez y volvió
hablar con el extranjero. Debía ser el jefe.
Un pequeño revuelo de
la parte baja de la escalera hizo que todos los hombres dirigiesen sus miradas
hacía allí. Farah deseó con todo su corazón que en palacio se hubiesen dado
cuenta de su salida y fueran la guardia de su padre quienes las estaban
buscando. Los hombres debieron de pensar lo mismo porque las cubrieron las
cabezas con unos sacos ásperos de esparto y las cargaron sobre los hombros.
Ambas comenzaron a
chillar con todas sus fuerzas.
Farah sintió que la
volvían a lanzar al suelo, la arrancaban el saco de la cabeza y lo último que
notó fue un puño de hierro sobre su mandíbula antes de perder la consciencia.
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