Seguidores

lunes, 7 de noviembre de 2011

La fuerza del compromiso.

La fuerza del compromiso.  Sandra Palacios bree.

1 La fuerza del compromiso.

(1880) Madrid


Don Aquiles Hernán de Zuya cerró la puerta del despacho con un golpe seco y con pasos
largos llegó hasta el escritorio situado en el centro de la sala.
Los rayos de sol penetraban en la estancia a través de los blancos visillos de encaje que se hinchaban con la brisa matinal.
Observó la correspondencia amontonada en riguroso orden y con manos temblorosas cogió el fajo de sobres buscando uno en especial.
Rodeando el mueble se sentó en una cómoda silla tapizada en tonos burdeos y se preparó a
responder la misiva.

Había meditado mucho sobre el tema que tanto le preocupaba. Yaiza Hernán, su nieta.
Otra vez volvió a enojarse con el súbito deseo de estrangular a alguien.
- ¡Esta niña del diablo! - Masculló entre dientes.
Un día la joven iba acabar con él y la poca paciencia que le quedaba. Si no fuera sangre de su sangre
hacia tiempo que la habría echado de casa con cajas destempladas.
¡Ella no podía hacer lo que se la antojara! Vivía con él y debía acatar las normas como el resto de la
familia. Si no quería eso, pues ya sabía por dónde quedaba la puerta.
Aquiles soltó un ruidoso suspiro dejándose caer hacía atrás en la silla. Sabía que tan solo trataba de
engañarse a sí mismo. Jamás daría la espalda a la muchacha.
¿Cómo era posible que Yaiza hubiera cambiado tan de repente? Ella jamás lo había desobedecido.
Toda la culpa era de ese hombre. Desde que el tal Trevor apareciera en Madrid, la plácida
vida que había llevado hasta ahora se estaba desmoronando. Su apellido últimamente andaba de boca
en boca y si no ponía punto y final al asunto jamás levantaría cabeza. No iba a permitir que su
nombre fuera arrastrado por los suelos entre la alta sociedad madrileña.
Se inclinó sobre el papel y escribió durante unos minutos aunque el corazón le fuera en ello.









Trujillo

Era uno de esos días cálidos de junio. Los rayos de sol se filtraban en la pequeña estancia
donde Aurora había ubicado el nuevo despacho de Ángel Francisco León del Olmo.
En ese momento el hombre aporreó la pared con el puño cerrado y un minúsculo cuadro
rebotó contra el muro antes de hacerse añicos en el frío suelo de piedra.
Estaba enfadado y no era para menos. Llevaba soñando con la finca de Aquiles desde que
tuviera uso de razón. Había estudiado de mil maneras diferentes todas las formas posibles de restaurar
la propiedad. La había visto como suya en el mismo momento que escuchó el rumor de que
estaba en venta, pero había sido solo eso, un rumor mal intencionado.
Desde que pensara que podía comprarla se había puesto en contacto con el dueño en varias
ocasiones llegando a ofrecer una suma exorbitante y aun así, Don Aquiles Hernán se negaba
a venderla. ¡Y ahora esto! Un contrato con condiciones especiales.
La visión de la finca se apareció ante él como un espejismo. Los altos muros exteriores de piedra gris,
ahora semiderruidos y derrumbados por multitud de sitios. La enorme casa agrietada de bellas líneas
antiguas que alojaba toda clase de plantas y enredaderas creciendo de forma silvestre, lamiendo las
fachadas sin compasión. El amplio terreno que lo circundaba, ideal para el pasto del ganado.
La imagen desapareció de su mente tan rápido como había llegado.
Su rabia se mezcló con la impotencia al no tener derecho de exigir al propietario la venta de
la finca. Don Aquiles no se había preocupado de ella en los últimos veinte años. Había pagado sus
impuestos pero nada más.
Ángel Francisco León del Olmo era el mayor de cuatro hermanos y el responsable de sacar
adelante su familia.
Su padre Leonardo, era un borracho que a cualquier hora del día o la noche se le podía
encontrar en algunas de las cantinas de la aldea cercana. Más de una vez habían tenido que recoger al
hombre a altas horas de la madrugada en un estado de total embriaguez.
Pedro, el menor de todos, tenía doce años y era el único que parecía interesado en seguir los
pasos de Ángel Francisco.
Julián y Aurora eran los mellizos. Tan parecidos y tan dispares a un tiempo.
Julián estudiaba fuera de España, en Inglaterra. Pocas veces acudía a la casa familiar si no
era por alguna ocasión especial o por falta de dinero. Y Aurora sin embargo, se creía dueña
absoluta de la finca León, organizaba fiestas y reuniones redecorando continuamente las
habitaciones.
Nada de esto le había importado a Ángel hasta ahora, pero Aurora se había preñado y no quería decir
quien era el padre.
Ángel quería independizarse, lo necesitaba. Deseaba tener su propia casa, su propia vida.
Había invertido mucho dinero en ganado, triplicando los beneficios. Con su duro esfuerzo y
trabajo había podido mantener el nivel de vida al que siempre habían estado acostumbrados,
claro, eso después de ver como Leonardo los llevaba a una ruina segura por culpa de las
apuestas y el alcohol.
Ahora era un ganadero con renombre, creador de su propio imperio.
Poseía tierras en Córdoba y Sevilla. Era socio mayoritario de un club de hípica en las afueras
de Madrid, y tenía una hacienda en Cádiz llamada como su difunta madre “La bella Helena“
La hacienda era su sitio preferido, un lugar donde evadirse cuando las tierras extremeñas le
ahogaban. Justo como en ese momento.
- ¿Te ha vuelto a decir que no? - Preguntó Ricardo intrigado.
Ángel agitó la carta entre los dedos. Sus ojos eran dos cruces negras de mirada intensa y peligrosa.
- ¡Peor que eso! – Escupió rudamente. Miró a su amigo y vecino Ricardo Cuesta. Este se había
sentado en un nuevo banco de madera, cerca de la librería.
Se conocían desde la escuela. Ricardo sabía de su obsesión por la finca. Ya de bien pequeños habían
jugado a esconderse allí escalando sus muros y accediendo al interior por un pequeño y estrecho
hueco cercano a la cocina. Habían recorrido las numerosas salas desnudas y polvorientas haciendo
del lugar su sitio secreto.
-¡Dime! Me tienes en ascuas. ¿Qué dice el viejo? - Insistió Ricardo aflojando el pañuelo de
seda que llevaba atado al cuello.
Ángel le tendió la nota y caminó hacía la ventana dejando vagar su vista sobre los campos de
Trujillo.
Los rayos de sol bañaban los trigales y los prados. Los colores verdes se mezclaban con los
tonos dorados confiriendo una apariencia bella y repleta de tranquilidad.
-¡Vaya! - Exclamó Ricardo anonadado – Don Aquiles parece muy decidido. - le dijo después de leer.
- Si – Asintió Ángel volviendo los ojos hacia él. ¡odiaba que Aurora cambiara el mobiliario sin avisar!
Ricardo dejó la carta sobre la mesa del escritorio.
- ¿Qué vas hacer?
- ¡¿Qué?! - Rugió furioso – Ni siquiera lo voy a pensar.

- Quieres la finca ¿verdad? - Preguntó Ricardo abriendo las palmas de las manos.
Ángel Francisco apretó los puños contra las caderas. Su cara era todo un cuadro de emociones
diferente. Por un lado estaría encantado de aceptar la propiedad, pero tener que casarse no era algo en
lo que hubiera pensado recientemente y eso era lo que Don Aquiles le ofrecía en aquellos renglones mal
escritos.
Quería un contrato matrimonial para su nieta y la mitad de la finca sería suya, la otra mitad, de la
dama en cuestión.
Ángel pisó la alfombra con fuerza, furioso.
- Pues niégate y listo. Olvídate de…
- ¡Vale, vale! - Ángel respiró ruidosamente y miró a Ricardo con un repentino interés - ¿Qué
harías tú?
Le vio encogerse de hombros con naturalidad.
- Aún quedan familias que siguen pactando esta clase de matrimonios, muchas en realidad.
- ¿Y? - Inquirió impaciente.
- Yo si me casaría.
- ¿Aunque no conocieras a la novia de nada? - Preguntó sentándose frente a Ricardo.
Este le tendió una copa de vino que había sobre una pequeña mesa redonda, justo al lado del
banco.
- Mira bien la situación – Ricardo levantó un dedo – Primero; no estas interesado en ninguna
mujer en especial y no hay nadie que te ate. Segundo y lo más importante consigues la finca.
- Ya. Claro. - Asintió pensativo - ¿Y si no me gusta la nieta de Aquiles?
- Pues te buscas una amante y listo.
Ángel se pasó la lengua por los labios.
Con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados observó el vidrio que sostenía entre sus largos y
elegantes dedos.
Visto de esa manera, Ricardo tenía razón. Quizá incluso la chica fuera bonita y hasta se
enamoraba. ¿Y si no lo era? ¿Si era más fea que un demonio y por eso Aquiles la quería
casar?
- No estoy muy seguro. - Dudó.
-Ángel, míralo de otro modo. Vivirás en tu propia casa y necesitaras que alguien la organice.
Creo que es hora de que tus hermanos y Leonardo se saquen las castañas del fuego.








2
Madrid. Octubre.
Los últimos rayos de sol morían perezosos tras los altos edificios de la Gran Vía. La calle cobraba vida
propia en el momento en que los comerciantes iluminaban sus negocios.
Las gigantes y recién estrenadas luces de neón brillaban desde las azoteas alcanzando el cielo con sus
colores blancos, rojos y azules.
El último tranvía se detuvo con un desagradable chirrido de frenos y las mulas que lo acarreaban
patearon con fuerza la empedrada calle.
Un avispado limpiabotas, apenas un niño, había instalado su puesto cerca de esta parada y varios
clientes aguardaban con paciencia su turno conversando entre sí o leyendo el viejo periódico atrasado
del muchacho.
Un organillero, se había detenido a observar como los pasajeros descendían del monstruo de acero que
se deslizaba por unos delgados raíles, mientras hacía girar la manivela y las notas musicales de un
Chotis, baile típico de la capital, flotaba en el aire.
- “Barquillos “- gritaba otro joven que caminaba con un carrito de metal brillante repleto de las
deliciosas galletas de formas alargadas y cilíndricas con sabor a vainilla regalando su dulce aroma a
los trahusentes.
- Marchémonos Yaiza. El señorito Trevor no viene y Don Aquiles se va a enfadar si se entera
de que estamos aquí tan tarde.
- ¡Un momento solo! - Insistió la joven apoyando la mano en el brazo de su sirvienta.
Sus ávidos ojos grises buscaron con ahínco al hombre que una vez más volvía a decepcionarla.
Observó a todos y cada uno de los caballeros que paseaban por la vía sin fijarse especialmente
en nadie. En ninguno encontró el hermoso rostro de Omar Trevor, ni sus preciosos ojos verdes.
Esperaron un poco más.
El tranvía, ahora sin pasajeros, se deslizó con lentitud por la calle abajo hacía las cocheras.
Comenzó a soplar un viento frío propio del mes.
- Vayámonos. - Imploró Julia temerosa de que alguien pudiera reconocerlas. Si el anciano se enteraba
de que estaban allí en busca del señor Trevor, podría llegar a despedirla a pesar de todos los años que
llevaba sirviendo a la familia.
Yaiza, con los ojos abnegados en lágrimas, no tuvo más remedio que asentir. Omar Trevor había
prometido que iría, pero una vez más había mentido.
- Quizá haya tenido cosas más importantes que hacer. - Le excusó en un hilo de voz. Se tomó del brazo de Julia y echaron andar calle abajo, simulando ver escaparates.
- Olvídate de ese señor Yaiza. Muy pronto te vas a casar…
- ¡Omar será el único hombre con el que me case! – afirmó con firmeza. Todavía tenía esperanzas de
que eso fuera cierto, pero en el fondo solo trataba de convencerse con palabras e ilusiones. Trevor ni
siquiera había ido hablar con Aquiles para impedir ese noviazgo.
- Cuando te cases - Insistió Julia con voz cansada, era una conversación que salía todos los
días unas pocas de veces desde que Yaiza se prometiera con el ganadero. - Te olvidaras del
señor Trevor. Tendrás hijos y un hogar. Te enamoraras…
- ¡No puedo amar a nadie más! – respondió con el mentón elevado en actitud terca - ¡jamás seré capaz
de querer a otro hombre que no sea Trevor! - Ignoró las miradas de los dos caballeros que chupaban
sus cigarros ante el establecimiento de tabacos.
Julia volvió agitar la cabeza. Había tanta sinceridad y esperanza en la voz de la muchacha, que la dolía
en el alma pensar que nada saldría como había esperado.
Omar Trevor parisino de nacimiento, era el amor de Yaiza desde que se conocieran ese verano en un
baile de máscaras. Las chispas saltaron y por primera vez la joven había sentido mariposas en el
estómago.
Aquiles ni nadie confiaba en esa relación. Por un lado la nacionalidad del muchacho les creaba
desconfianza. Entre Francia y España las cosas no funcionaban nada bien, y por otro lado, Trevor no
parecía querer formalizar su relación con ella.
Aquiles había intentado dialogar con él para conocer sus intenciones, siempre inútilmente ya que
Trevor no se atrevía a dar ese paso.
Yaiza seguía creyendo a pies juntillas en el hombre, la regalaba los oídos con frases hermosas de un
futuro juntos e infinitas promesas que nunca llegaba a cumplir.
El tiempo pasaba y la boda de Yaiza con el ganadero Ángel francisco León era inminente.
Omar Trevor, lejos de dar la cara por la mujer que amaba, no hacía nada para detener la
suerte del destino.
- Estoy segura de que cuando vuelvas a ver al señor Trevor, te contará por qué no ha podido
acudir hoy – Julia se encogió de hombros y aceleró el paso.
La muchacha sabia de sobra que Omar no era del gusto de Julia, aun así se sentía completamente
agradecida porque la mujer la acompañara en sus encuentros.
El sol se había escondido en su totalidad y como por arte de magia la gente abandonaba las calles.
Los serenos o guardias de la noche, como solían llamarlos, comenzaron su turno de trabajo. Recorrían
las estrechas callejuelas empedradas, con un enorme manojo de llaves colgando de las presillas de sus
pantalones, algunos las llevaban en sus cinturones, de ese modo a cada paso que daban los aceros
chocaban entre sí advirtiendo su presencia de antemano.
Yaiza ensimismada en sus cavilaciones no se dio cuenta que llegaron a casa hasta que se encontró en el
vestíbulo.
Cansada y apenada se escondió en el dormitorio dejando escapar las lágrimas que habían atenazado
sus ojos desde que Omar no apareciera aquella tarde.
Desde la ventana de su dormitorio observó como la oscuridad de la noche engullía el parque del
Retiro una vez que cerraron las enormes verjas de hierro.
El parque era el más grande y céntrico de Madrid, famoso por divertir y entretener a toda
clase de público con carreras hípicas o actuaciones artísticas, malabares, payasos o simples
músicos. Albergaba a personas de todo tipo, escritores bohemios que pasaban las tardes enfrascados
en sus historias, pintores que aprovechaban cada ángulo y cada retazo de luz, niños que jugaban a
botar sus barquitos en el lago, trabajadores que se echaban a dormir sobre el verde jardín cuando el
tiempo acompañaba.
En el parque del Retiro, Yaiza se había encontrado con Omar varias veces. Escondidos tras los
cuidados setos de figuras geométricas, la pareja había probado el dulce néctar de los besos
prohibidos. Habían reído bajo el cielo de verano.
La casa estaba en silencio, por lo menos donde ella se encontraba situada no oía ningún ruido.
Era una residencia grande y amplia de altos techos y suelos de madera. Poseía varios balcones
que daban al exterior, todos ellos con capacidad para un par de personas.
La servidumbre se alojaba en la parte opuesta y solo podían acceder a los patrones cruzando
la cocina.
Yaiza tomó una pequeña caja de música, estaba delicadamente trabajada en madera de ébano
barnizada y su tapa poseía unos intrincados dibujos florales calados. Al abrirse, una bailarina blanca
con diadema de oro semejante a un angelito, giraba vertiginosamente sobre un espejo rodeado de
terciopelo rojo. Una triste melodía retumbaba al son de la cuerda del artefacto.
En el interior de la caja había un diminuto retrato de Omar echo por un famoso miniaturista
francés.
Yaiza guardaba ese regalo como oro en paño, consciente de ser lo único que poseía de su amor.
Si los demás no estaban seguros de los sentimientos de Omar, ella quería creer que sí y se
animaba diciéndose que tarde o temprano la pediría matrimonio ¿Lo haría antes de que se
casará?
Cuando Julia entró en su dormitorio, Yaiza cerró la cajita dejándola sobre un sencillo tocador
junto a unos bonitos frascos de perfume vacíos.
- Prepárate para la cena – Julia abrió el guardarropa y sacó un largo vestido de noche en tonos
burdeos.
Yaiza miró la ropa con desinterés y comenzó a desnudarse sin prisas dejando caer las prendas
sobre la alfombra.
Esa noche intentaría volver hablar con su abuelo pero sabía de antemano que en esa ocasión
como en las últimas Aquiles no iba a ceder, era imposible convencerlo de que se retractara del
compromiso. El tiempo que quedaba era mínimo y ella solo podía amenazar al anciano con
falsas palabras y volverlo loco con lágrimas de cocodrilo.
- No vuelvas a sacar el asunto. - La advirtió Julia con voz apenada como si pudiera leer su mente.
La sirvienta la conocía desde hacía muchos años y la quería como si fuera su hija, sabía de
sus secretos, sus sueños, era la guardiana de sus ilusiones, su confidente y como decía Aquiles,
encubridora. Amaba a la muchacha y pocas veces discrepaba con ella. No deseaba su infelicidad, como
tampoco lo deseaba Aquiles por mucho que pudiera parecer ante la actitud tan radical que había
tomado.
Lo mejor para Yaiza era alejarla de Madrid y del famoso calavera Omar Trevor antes que
acabará con su reputación y la de la familia.
El amor era ciego y la joven Yaiza estaba enamorada del hombre menos indicado. La gente ya había
comenzado a murmurar y ella se encontraba en el centro de mira de todas las conversaciones.
Julia recogió la ropa que se acababa de quitar y la dejó sobre una alta silla de madera robusta.
Se acercó a Yaiza y comenzó abotonarla los múltiples ganchillos que adornaban su espalda.
La joven se recogió el largo cabello castaño sobre su cabeza permitiendo un fácil acceso a los
cierres superiores.
- ¿Sabes si viene alguien a cenar? – preguntó Yaiza mirándola sobre el hombro. Era muy corriente
que se presentara cualquier persona.

- Si, la Condesa Montesinos con su marido y ya sabes lo que le gusta hablar a esa mujer.
Yaiza asintió apretando los dientes. Doña Margarita Cruz, condesa de Montesinos era una
fuente de noticias inacabable. Conocía todas las novedades de Madrid, de los alrededores y
más allá.
Por fortuna o por desgracia nunca había coincidido con Ángel Francisco León, eso no
significaba que no conociera muchas cosas del hombre y lo alabara por su intachable arte en
los negocios.
Margarita adoraba el dinero y los lujos y estaba acostumbrada asistir a la mayoría de las
fiestas madrileñas de la alta sociedad ya que contaba entre sus amistades con la familia real de
Alfonso XII, así como de Arsenio Martínez- Campos Antón y Antonio Cánovas del Castillo,
ambos portavoces del gobierno. ¡La condesa estaba encantada con su vida!
Había nacido rodeada de comodidades y en su juventud había viajado por diferentes países,
Roma, Londres, París .De todos los temas entendía y en todas las conversaciones debía llevar
la voz cantante como el líder de una jauría de lobos. Entre los sirvientes no era nada querida y
es que los trataba como seres inferiores, como si no fueran más que unas máquinas dispuestas
a su antojo para hacer lo que la viniera en gana. Posiblemente por eso tenía fama de no tener
pelos en la lengua y la gente no solía provocarla por temor al escándalo que pudiera formar.


Podeis seguir leyendo la novela completa.