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jueves, 29 de octubre de 2015

No importa (novela romántica histórica por capítulos)



*Acabo de rescatar esta novela de entre mis notas y deseo regalarla a quién le guste la aventura, el romanticismo y sobre todo leer. Espero que disfrutéis y si es posible podéis decirme que os parece, si os gusta, si no, bueno, que yo sepa que alguien la lee. jejeje. 






No importa
Que piensen. Que hablen. Que digan.

Cap. 1
El hombre moreno, erguido como una estatua y con la mirada clavada al frente, acarició con sus fríos ojos azules la sinuosa costa otomana. Una suave brisa jugaba entre los negros mechones que se rizaban en su nuca y se revolvían en la frente, desordenados.
Diego hubiese creído que la línea que separaba el mar de tierra firme era un espejismo de tan borrosa como se veía, si no hubiera oído, desde lo alto del palo mayor, como el vigía gritaba “Tierra a la vista”
Estelas de nubes blancas sobrevolaban el cielo marcando la dirección del viento.  El tiempo era bueno y las corrientes marítimas ayudaban a que la nave se deslizara con mucha ligereza. No iban a tardar mucho en arribar.
El destructor azul era un galeón español de dos cubiertas y castillo con portas para setenta cañones. En aquel momento solo llevaban veinte en total. Era uno de los mejores navíos de la flota española, hermano de la nave San José, dirigida por José Fernández de Santillán, en ese momento con rumbo hacía Portobelo. Estaba previsto que desde la Habana la escuadra francesa de Ducasse les escoltaría. La Flota española iba compuesta por once mercantes, algunos artillados.
Si Diego no hubiera tenido que hacer esta repentina misión, se habría unido a las filas de José con el destructor al frente. En cambio iba con uno de los mejores galeones y eso no hacía que se sintiera orgulloso de haber emprendido el viaje. Deseaba de una vez por todas llegar a tierra firme y concluir su asunto lo más pronto posible para verse de nuevo en España, y si no era demasiado tarde, viajar directamente a Cartagena de indias.
Para el hijo de un noble español, cuyas potestades abarcaban valles y esplendorosas montañas, una aventura de esa índole, no podía llevarle más que  a una muerte segura.
Observando el horizonte no pudo evitar recordar  su furia, aquella  a la que sucumbió cuatro meses antes. La misma que se apoderó de él cuando su hermana pequeña Ana Lisa fue secuestrada por una partida de otomanos.
Todavía era incapaz de creer que después de haberse pasado toda la vida defendiendo su patria, luchando hombro con hombro con sus paisanos, estos se hubiesen negado acompañarle a rescatar a Ana Lisa. Ciertamente el general de la Cruz había tratado de ser sutil, aunque Diego no lo vio hasta días después. De hecho, aún le costaba hacerse a la idea.
Volvió a contemplarse de nuevo en la sala de la asamblea en Cádiz donde varios altos cargos estaban reunidos.
 ― El consejo ha meditado sus palabras, Almirante Salazar. Si bien nos apena enormemente lo ocurrido, lamentablemente y como usted entenderá, en este momento no podemos aceptar su petición. Es inviable mandar abiertamente a nuestras tropas a un futuro incierto, máximo cuando no existen pruebas detalladas de lo expuesto.
Diego había dejado fluir su ira echando un paso adelante frente al consejo. Con los dientes apretados hasta el dolor, sus ojos recorrieron, acerados, a todos y cada uno de los hombres que conformaban aquella reunión.
 ― ¡mi hermana ha sido secuestrada por un navío turco! Ustedes saben que será vendida en aquellas tierras dejadas de la mano de Dios y ¿me dicen que no piensan hacer nada? ¡Podría ser su esposa teniente Almeda! – le dijo a un tipo bajito y regordete que esquivó su mirada con el rostro rojo, incomodo ― ¡o su hermana Guzmán! –Diego, en ese momento no pensaba con racionalidad y fue bastante cruel al dirigirse a él. Guzmán no solo era uno de sus hombres si no un buen amigo. ― ¡su hija general! ¡Podría ser cualquiera! – Apuntó con su largo dedo moreno al resto de los hombres ― ¿deberán sentirse inseguras nuestras mujeres?
Para el general de La Cruz, toda aquella situación no era nada fácil. Compadecía a Diego y a su familia a quienes conocía desde siempre, entendía por todo lo que estaban pasando y los apoyaba, pero él no era más que un peón a las cortes españolas.
 ―Cálmese Almirante.
 Lejos de tranquilizarse, embargado por la impotencia, Diego se enfureció más. Su cuerpo alto y fibroso se había tensado peligrosamente imitando al de una pantera antes de lazarse por su presa. Sus ojos azules del tono del mar infinito eran tan amenazadores, tan espeluznantemente fríos, que varios hombres dieron un paso atrás.
Guzmán nunca le había visto así. Incluso el rostro que, normalmente era apuesto, se había convertido en una salvaje máscara de granito, dura y rabiosa en sus facciones morenas.
 ― ¿Qué me calme? – Diego rió con cinismo al borde de la locura ― ¡¿Cómo diablos se hace eso general?!
 ― ¡déjeme continuar! – Insistió de la Cruz soportando su comportamiento – Es usted uno de nuestros mejores hombres y lo sabe almirante. Hemos estado esperando más de siete años a que puedan zarpar la flota de Galeones. Sabe que hemos puesto la fecha y será el diez de Marzo. No podemos demorarnos en esta misión, sin embargo nadie le dice que usted esté obligado a ir a Portobelo, puede ir a rescatar a su hermana por su propia cuenta – el hombre mayor, peinando canas, ignoró el gesto incrédulo del más joven – La corona española le otorgará el navío, el destructor azul, que no podrá navegar bajo nuestra bandera. No creo que le suponga ningún problema reunir una tripulación en condiciones. También se le entregará oro para llevar este cometido con absoluta discreción. En caso de ser descubiertos se desmentiría cualquier relación con nuestro país y embajada.
Diego preguntó, sorprendido:
  ― ¿me está proponiendo que me convierta en pirata?
 ―Ni se lo digo, ni se lo ordeno – habló de la Cruz con voz inflexible – A mi entender es un plan descabellado, hasta suicida me atrevería a decir. Tómelo como una sugerencia, o eso, o se olvida del tema y acompaña a la flota escoltando la ruta de Cartagena de indias por lo que se ha estado preparando todos estos años.
 ― ¿De modo que esa es la única salida que me dan?
 ―Estoy siendo todo lo comprensivo que puedo ser.
 ― ¿Qué haría usted en mi lugar?
El general se llevó las manos a la espalda entrelazando los dedos.
 ―No estoy en su lugar, almirante. Dios no lo permita.
Diego supo que no tenía más opciones. Si quería salvar a Ana Lisa de los turcos debía hacerlo él mismo.
 ― ¿Cuál es el precio a pagar por tan magnifica ayuda? – se atrevió a preguntar con acidez.
 ―Con que traiga el galeón de nuevo y pueda unirse a la flota a su regreso es más que suficiente.
 ― ¿y si no vuelvo?
El general de la Cruz se encogió de hombros. Sabía que era una posibilidad pero no dejó traslucir su pena por el joven Salazar.
 ―Lo lamentaré mucho por sus padres.
El teniente Almeda se cuadró y dio un paso al frente.
 ―Solicito unirme a la tripulación.
El resto del consejo comenzó a murmullar.
Diego miró al hombre y por primera vez, en sus ojos se dibujó un atisbo de gratitud.
 ― Inaceptable. Usted tiene esposa e hijo y no quiero cargar con ello bajo mi conciencia.
 ―Pero señor… ― comenzó a ofenderse el teniente.
Guzmán le interrumpió.
 ―El almirante lleva razón Almeda, en cambio yo no tengo esposa y me ofrezco voluntario.
Diego había contado con él y cuando salió de allí no tenía tripulación completa, pero si un pequeño escuadrón de hombres profesionales y cualificados. Lo demás lo planificaron sobre la marcha. Guzmán se ofreció para contratar a un buen número de mercenarios. Con oro todo se podía conseguir con rapidez.
Otra cosa muy distinta había sido tranquilizar a sus progenitores. Ninguno se resignaba haber perdido a Ana Lisa. Alegre, mimada y consentida había hecho inmensamente feliz a la familia desde que llegara al mundo. Cuando ella había desaparecido todos se habían vuelto completamente locos. Lucrecia, su madre, enfermó entrando en una profunda depresión al pensar en todo lo que estarían haciéndole a su pequeña. No era para menos dada la crueldad de la que hacían gala los turcos.
Don Alberto Salazar intentaba demostrar una fortaleza que no sentía. Diego podía verlo cuando se quedaba junto a él en la amplia biblioteca de la hacienda. Los ojos azules idénticos a los suyos carecían de vida, perdidos en las inmensas lejanías de un océano muerto, desbastado por la tristeza.
 ―Sé que debes hacerlo Diego – había dicho don Alberto un dia después que Lucrecia se retirara a llorar a su alcoba – No sabes lo duro que sería perderte a ti también.
―Lograré traerla de vuelta padre, aunque para ello haga cosas de las que no me sienta orgulloso – prometió aun sin terminar de creerse que comenzaría aquella expedición bajo bandera negra. Ambos comprendían que de viajar con bandera española el país podía sufrir un conflicto entre naciones, y dado la situación política vivida hasta el momento, no tendrían muchas posibilidades de salir victoriosos frente a los turcos.
No era muy frecuente que estos llegaran a las costas de Cádiz en busca de esclavos, pero tampoco era extraño. Esos últimos años se habían escuchado varios casos. Muchos de ellos sin darles importancia ya que se trataban de gente humilde, no de ninguna dama con la categoría de Ana Lisa Salazar.
Don Alberto, aunque no se lo comentase abiertamente a Diego, se encontraba muy  herido por no haber recibido el total apoyo de la corona.
 ― Yo sí estaré orgulloso de ti si con ello me regresas a tu hermana.
 ― Así será. No me daré por vencido.
 ―Pero dame tu palabra que no harás ninguna tontería. No expondrás tu vida en un acto de venganza por muy justificada que sea.
Diego miró a su padre a los ojos. Ardía en deseos de decirle que no le obligase a cumplir ese juramento. En vez de eso le dijo:
 ―No soy ningún loco impulsivo padre. Me conoces de sobra como para pedirme algo así.
 ―Por eso te lo digo.
Diego había salido de su presencia antes de prometerle nada. No podía hacerlo.
Lo verdaderamente difícil para Diego habia sido despedirse de Carmen Campos de Mendoza. A pesar de verla varias veces después de saber que embarcaría, egoístamente no había querido decirla nada. La conocía de un modo íntimo y sabía que ella intentaría detenerle por todos los medios. Sin duda Carmen deseaba que se uniera a las filas de José, lo que le habría dado un enorme prestigio y seguramente uno de los mejores títulos aristocráticos del país.
Carmen era una dama española hija del noble don Jaime Campos y Luján. Era prácticamente un hecho que Diego y ella acabarían casados, aunque por el momento él no había pedido su mano formalmente. Pensaba hacerlo después de regresar de Cartagena, ahora sin embargo lo haría cuando por fin rescatara a su hermana de los invasores, si es que regresaba con vida.
Una mañana que Diego se encontraba en el destructor observando como sus hombres cargaban barriles y cajones de alimentos, fue que Carmen lo visitó en busca de explicaciones al enterarse de la noticia. Él vestía una camisa blanca, abultada, abierta sobre el pecho y un pantalón fino que le permitía moverse con facilidad. Yendo de un lado a otro igual que un felino, se trasladaba del castillo a cubierta y de esta al puente,  sin dejar de dar indicaciones.
 ― ¡Llevar esa polea a la bodega! – gritaba. – ¡revisar los aparejos! ¡Alguien, que quite ese cubo de ahí!
 Escuchó el fuerte revuelo que se produjo en el muelle y supo, por los penetrantes silbidos, que una mujer acababa de llegar. Por un extraño motivo su sexto sentido le advirtió que se trataba de Carmen. Lo había estado esperando tanto como lo había temido.
Se pasó la mano por la mejilla arrastrado los negros cabellos hacía atrás. Ella ya se había enterado de que se marchaba y eso no era bueno. No en ese preciso momento. Diego esperaba no tener que discutir y mucho menos delante de su tripulación.
Carmen era de carácter fuerte y apasionado. No era ninguna tonta como para provocarle en público sabiendo que él era capaz de ridiculizarla delante de tanta gente. Le conocían por su fiero orgullo. Con una sola mirada de sus profundos ojos oceánicos era capaz de intimidar sin necesidad de palabras o cualquier gesto. Era difícil manejarle si él no se dejaba, y en cuanto a terquedad se llevaba la palma. Estaba acostumbrado a hacer lo que quería y cuando quería, lo que en más de una ocasión le sirvió para dormir en los calabozos cuando se revelaba contras las órdenes del general de la Cruz. Sus hombres le admiraban aunque no le envidiaban por ello. Los castigos que Diego había sufrido no hubieran sido soportables por otros.
 ―Almirante acaba de llegar tu señorita – le avisó Guzmán que iba tras un marinero indicándole donde dejar varios baúles. Guzmán, tal vez era el único que podía bromear con él sobre ese tipo de cosas. Pero por la mirada que le hecho Diego supo que no era el mejor momento para ello, y omitió seguir importunándolo más. No por eso ocultó la amplia sonrisa que llevaba en su boca ancha al pensar, en cómo Diego, iba a encarar a la furiosa dama que esperaba en el inicio de la pasarela. Por el rabillo del ojo observó a su almirante dirigirse hacia allí como si estuviera caminando al mismo cadalso.
La mañana era cálida y el sol lucía esplendoroso en un cielo azul totalmente despejado. Las gaviotas revoloteaban sobre los altos mástiles al olor de los pesqueros amarrados en el muelle.
Diego observó a Carmen desde lo alto de la embarcación. Ella se movía incomoda dentro de su vestido de brocado granate de abultadas faldas. Llevaba una peineta de nácar con  mantilla de encaje cubriendo su oscura cabellera, y con una mano a modo de visera le buscaba. Le hizo una señal con la palma abierta al descubrirle.
Diego se tomó con calma el descender de la pasarela. Notaba la impaciencia de Carmen, que le esperaba con las manos en las caderas, con evidente mal humor.  No le complacía en absoluto su actitud.
 ― ¿pensabas decírmelo o te ha parecido más correcto que me enterase por otros? – le increpó ella nada más llegar a su lado. Su voz, más bien áspera y ronca, sonaba bastante fría en sus oídos.
Con una sonrisa superficial y una corta reverencia la saludó.
 ―Buenos días Carmen ¿Qué haces en puerto? No me gustas que vengas sola.
 ―Ahora no estoy sola.
 Diego la cogió del brazo y con firmeza la guió por el suelo de madera en dirección al carruaje de ella, estacionado en la avenida principal.
 ― Estoy muy ocupado Carmen. ¿Qué te parece si lo discutimos en otro momento?
 ― ¿no pensabas decírmelo? ¿Te estás preparando para embarcar y sin embargo a mí no pensabas decirme ni una palabra?
 ― No tenía intención de marcharme sin despedirme de ti – respondió tranquilamente, ignorando todas las miradas que estaban sobre ellos.
 ― ¿y cuando pensabas hacerlo? – le recriminó todavía furiosa.
― En el momento adecuado que obviamente no es este. No parto hasta la semana que viene y no he visto la necesidad de decírtelo antes.
 ― ¡todo el mundo lo sabe! Se me ha quedado cara de tonta cuando mis amigas lo han comentado esta mañana. Por supuesto las he dicho que se confundían. Tú vas a embarcarte con la flota del conde Casa Alegre.
Diego soltó un ruidoso suspiro.
 ―No Carmen, no voy a ir con José.
 ―Entonces no te embarques – pidió ella viéndole abrir la puerta del vehículo.
Diego soltó una maldición impaciente.
 ― ¡Es mi hermana y debo ir! Igualmente iría si te hubiese ocurrido a ti. Lo lamento si no es de tu agrado pero he tomado mi decisión.
 ― ¿Cómo puedes hacer eso Diego? ¿Qué sucede con todos nuestro planes? ¿Y si te ocurre algo?
Diego hizo un esfuerzo por contenerse. No quería faltarle, si bien era en verdad lo que se estaba buscando. Cuando Carmen hablaba sin pensar, la mayoría de las veces despotricando a sus amigas, él simulaba prestarla atención aunque no fuese así. Pero ahora se trataba de Ana Lisa…  Se armó de paciencia.
 ― ¿No puedes entender que no tengo opción? Estoy decidido a traer a mi hermana a como dé lugar. ¿Crees que ahora soy capaz de pensar en el futuro? Solo Dios sabe lo que sucederá.
 ― ¿Dónde estaba ella para que la secuestrasen? Ana Lisa no ha hecho más que buscarte problemas desde…
Diego se enfureció. No le iba a permitir una palabra mal de su hermana.
 ― ¡suficiente! No importa lo que ella hiciera o donde estuviera. Es mi hermana Carmen. ¿Qué sucede contigo?
Tras pensarlo unos segundos, Carmen bajó la mirada, culpable con su comportamiento.
― Tienes razón querido. Perdóname, es solo que te amo demasiado y de repente he sentido temor a no volver a verte más.
Diego no dudaba de su amor. Él también sentía un gran afecto por ella, pero eso no significaba que no debiese cumplir primero con sus prioridades. Quizá era más egoísta que Carmen. Aquellos días se había acostado con ella sin querer advertirla que en breve tomaría un rumbo muy distinto al que esperaba.
A la pregunta de si amaba a esa mujer no podía dar una respuesta concisa. Jamás había estado enamorado del modo en que lo estaban sus padres. En cambio tenía que admitir que Carmen le arrastraba a la pasión, a la excitación y el deseo.  Esas palabras eran lo que mejor definía su relación.
Consciente de que toda la tripulación les observaba expectantes, Diego se permitió darle un casto beso en la frente. La fragancia de gardenia y sándalo que usaba Carmen le envolvió.
 ―iré a verte esta noche –  prometió.
Ella asintió con una mueca pesarosa.
―No faltes por favor.
 ―Lo juro.
Diego la ayudó a subir y antes que el coche se pusiera en movimiento le dio la espalda caminando de nuevo hacía el destructor. Carmen hubiera ansiado que él se mostrase más cariñoso e hiciera alguna exhibición del amor que le profesaba. Pero Diego nunca lo hacía. Al menos no en público.
Dos de los oficiales del Destructor habían montado una improvisada mesa junto a la pasarela. Justo al otro lado se habían congregado una larga fila de marinos esperando que les contratasen. Habían escuchado que pagaban bien  y el trabajo era escaso.
A Diego le llamo especial atención uno de rasgos musulmanes. Ojos oscuros rasgados, piel olivácea y cabellos ensortijados de un tono castaño oscuro. Le sacó de entre el resto.
 ― ¿Qué idiomas hablas?
 ―Ingles, árabe y español – respondió el muchacho con orgullo irguiéndose en sus ropas holgadas de aspecto humilde. Era un sujeto delgado y de baja estatura. Diego le sacaba una cabeza larga.
 ― ¿Cómo te llamas?
 ―Ayoub.
 ―Ayoub busca a Guzmán, mi segundo de a bordo y dile que vas de mi parte.
 ― ¿Y quién es usted?
  ―  Tú almirante.
  ―  Si señor, ahora mismo señor – respondió el jovencito con una amplia sonrisa y una exagerada reverencia. Corrió hacía la pasarela dichoso con su suerte.
Más tarde Diego revisó el resto de la tripulación. Cien hombres fuertes y osados que el que más o el que menos se habían visto envuelto en alguna batalla en un momento de su vida.
Por la tarde, tal y como había prometido, se acercó a ver a Carmen. Muy lejos de pasar el tiempo charlando o intentando persuadirle de que no cumpliera su objetivo, ella se empeñó en que formalizaran su compromiso.
Cansado de seguir escuchándola, él aceptó.
 ―Cuando vuelva nos casaremos, pero no vayas publicándolo hasta mi regreso, por tú bien y por el mio.
 ― ¿acaso no piensas volver?
 ―No es eso. Puede que conozcas a alguien mientras yo esté fuera.
 Ella agrandó los ojos observando como Diego se vestía.
  ― ¿Cómo puedes ser tan insensible? ¿De verdad piensas eso? ¡Eres un loco si crees que…! ¿Lo crees?
 ―Puede ser – sonrió él con petulancia.
 ― ¡te esperaré siempre!
 ―Aun así no lo vayas diciendo hasta estar completamente segura de que es eso lo que quieres.
 ―¡Hablas de nuestro compromiso como si fuera un simple negocio! – dijo Carmen molesta – es como si no quisieras casarte.
Diego la miró con el ceño fruncido.
 ― bien sabes que no me entusiasma la idea, no obstante, lo hago porque sé que te hace feliz. Deberías alegrarte en vez de cuestionarme.
 ―Pues no te sientas obligado – respondió ella, mordaz, admirando el largo cuerpo que se abotonaba la camisa.
―No me siento así. En este momento me importa más otros asuntos que este… lio de enamorados. Mi preocupación esta con Ana Lisa. – Diego no vio que su comentario la hería.
 ― ¿volveremos a vernos antes de que embarques?
Carmen se había incorporado y se estaba colocando una suave bata de seda.
Diego la miró. Su actitud no le engañaba. Podía reconocer cuando ella estaba molesta y ese era uno de esos momentos. Se acercó rodeándola por la espalda. Hundió su nariz en el espeso cabello y la escuchó suspirar cuando él apretó su pelvis contra el bien formado trasero.
 ―Volveré Carmen – las manos de Diego se deslizaron hasta sus pechos y los acarició a través de la seda – ya te avisaré.
 Carmen dejó caer la cabeza hacia adelante, de nuevo excitada.
 ― ¿no vas a escribirme, verdad?
 ―no lo creo – admitió,  presionando sus caderas contra las de ella.  – pregunta en casa si quieres saber de mí.
Carmen gruñó y después se resignó. Si aguantaba los desplantes de Diego era simplemente porque sabía que una vez que se casaran él dejaría de tratarla como si fuese una amante cualquiera. Si él no le gustase tanto, si no fuera un hombre guapo, unos de los mejores partidos de la zona y no le hiciera el amor hasta hacerla delirar, lo habría mandado a freír espárragos hacía tiempo.
Él también pensaba lo mismo, por eso había sido sincero con ella. Si Carmen conocía a otro hombre en su ausencia no le iba a importar demasiado.
                                                    ***
  ―Almirante ¿Qué ordenas? – la voz de Guzmán, situada justo detrás de él, le sacó de sus recuerdos. Diego le miró sobre el hombro y esperó que se colocara a su lado, observando la costa.

 ―Esperaremos a que anochezca. Anclaremos en aquella cala y descenderemos en barcas. Vamos a mi camarote y volvamos a mirar el mapa.

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