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domingo, 22 de enero de 2012

El adios


Era abril y el sol brillaba.


La música sonaba a toda pastilla por los numerosos altavoces haciendo eco, perdiéndose en los alrededores, flotando en el aire.


Voces, risas, ambiente festivo. Olor a caramelo, azúcar quemada.


Era mi día. Mi cumpleaños. Y allí estaba yo, escondido en un rincón, sin escuchar la música, o puede que sí porque esa melodía me recordaba a ella.


No observaba a nadie, y miraba a todos esperando a que apareciera a pesar de tener en mi mano aquella carta. Aquel trozo de papel donde los párrafos bailoteaban frente a mí y las letras se unían en frases dulces teñidas de dolor, pintadas de amargura.


Era mi cumpleaños y ese era mi regalo. Aceptaba la ruptura. Aceptaba que yo no quisiera continuar con nuestra relación, aceptaba no volver a verme nunca más.


Debería haberme alegrado, ya no tendría ese miedo por protegerla en todo momento, ni pensaría continuamente en ella, ni desearía enredarme en sus cálidos brazos ni en su cuerpo. Nunca más volvería a tener la duda de lo que hacía ella a cada instante. Ahora por fin podría enterrar aquellos celos ardientes de verla con otro.


Aquel día de abril me tenía que haber sentido alegre, emocionado… liberado.


No fue así, porque aún la esperé a ella.


Reí en silencio, no sé si con cinismo. Había sucedido lo que yo quería, lo que había estado persiguiendo durante aquella última semana.


Me arrepentí muchas veces de conocerla, de pervertirla con mi fama de mujeriego.


Quería preguntar porque de todas las mujeres que había, la elegí a ella. Pero en mi interior siempre supe la respuesta aunque no quisiera admitirlo.


Ella era… ella. Hermosa, alegre, tímida e ingenua. Una más en mi larga lista de conquistas. Una más de las que realmente nunca lleve una lista, ni una numeración. Nunca fui tan infantil como para hacer algo así.


Desde un principio las cosas se sucedieron con prisa.


La enamoré, la besé, me la llevé a la cama y alcancé el cielo arrobado por esa nueva sensación. No rompí con ella después. ¿Por qué no lo haría entonces?


Permití que se me fuera metiendo en la piel, en la sangre, en mi carne. Adoré todas sus risas, sus bromas. Amé el brillo de sus ojos al hacerla el amor. Me bebí sus ronroneos de placer con sed. Y escuché sus sueños imaginando que yo podría estar en ellos.


Pero de pronto lo vi. Mi libertad se estaba agotando, me iba a cortar las alas y aún era muy pronto para mí.


Yo, que siempre he estado acostumbrado hacer de mi vida una aventura sin rutinas ni preocupaciones, sin tener que rendir cuentas más que a mí mismo. A nadie debía una explicación.


Las mujeres solían buscarme, daba igual solteras que casadas y a mí me gustaban demasiado las mujeres.


Pensé que siempre sería así y en ningún momento pasó por mi cabeza la idea de cambiar.


Con ella había sido todo tan… diferente. Porque con ella fui fiel.


Intentaba buscar su rostro entre las demás, necesitaba su sonrisa. Hasta que un día desperté y el temor obnubiló toda mi mente. El miedo a poder cansarme de sus besos, de las tibias manos que me enloquecían, de sus curvas tentadoras. No deseaba hacerla daño. Ella no merecía sufrir por mí.


Decidí que era ella quien debía acabar con aquella relación, se lo debía.


Fui el primer hombre de su vida. Un maestro que se volvió un inexperto entre sus brazos.


Quise que me conociera realmente como era. Nunca tuve un hogar al que llamar mio. Mi familia, con la que nunca traté, eran delincuentes y vagabundos. Tuve que hacer cosas de las que no me siento orgulloso.


Cuando ella encontró en el bolsillo de mi camisa la tarjeta de un club, pude ver como sus brillantes ojos grises se apagaban cegados por un velo de tristeza.


Aquello no basto y fingí serla infiel. Aquella noche la hice el amor sintiéndome culpable de lo que hacía y ella me amó con toda su alma. Recorrió mi piel con los dedos, con los labios. Era su adiós y la correspondí con todo.


Por fin lo conseguí. Volvía a ser libre. Pero no quise salir de mi rincón.


Agité el papel y comencé a releerla:


“Mario, imagino que sabes bien de qué trata esta carta. No es que quiera dártela como regalo pero tú la necesitas.


Sé que para estar a tu lado aún me falta madurar mucho y el tiempo se agota.


No te sientas culpable de nada porque te conozco, sé cómo piensas y lo que sientes.


Tomemos caminos separados, sin rencor y puede que en algún lugar y en cualquier momento de la vida volvamos a encontrarnos y podamos sentarnos tranquilamente a charlar.


Sé que tú no eres para mí ni para ninguna y que eres mio y de todas.


No te culpo de ser tú y no me arrepiento de haberte conocido. Al menos yo sabré que durante un tiempo, del que ya ni te acordaras, yo estuve contigo al igual que tú conmigo.


Te quise, aún te quiero… puede que siempre lo haga.


Yo he cumplido tú deseo y me gustaría que me correspondieras de igual manera. Sé feliz… lejos de mí.


Carla”


Y ahora que entiendo la palabra amor, ahora que ya la he perdido, estoy vacío. Muerto en vida.


Doblé la carta con cuidado y sin mirar atrás me alejé de mi fiesta.


Solo pasó una semana desde aquel triste adiós, siete días vagando como un autómata, como un robot desprovisto de alma que ni siente ni padece. Horas en que no podía apartar su recuerdo de mi mente, su rostro dulce y la tierna sonrisa que se había asentado en mi corazón marcándome a fuego vivo.
Si yo hubiera sabido que la iba a echar tanto de menos, si tan solo hubiera imaginado que sería más doloroso que mi propia soledad…
Era tarde para arrepentirse, tarde para mí, para volver empezar.
“Carla”
¿Por qué ya no salía el sol? ¿Por qué todo mi mundo se venía abajo?

La humedad de la lluvia cubría los suelos de la calle reflejando los luminosos destellos de las farolas. Otra vez mis pasos llegaron hasta su portal y me detuve expectante. Esperé verla salir o entrar, pero aquella noche como todas las pasadas, Carla no asomó a la puerta ni a la ventana.
Sentí deseos de llorar, de salir corriendo hasta que mi cuerpo agotado no pudiera continuar, de gritar su nombre rogando que volviera a mí, de nuevo.
En su carta me pidió un favor, el único que no estaba dispuesto a cumplir. No deseaba ser feliz sin ella. ¿Acaso siete días era demasiado para poder recular? ¿Para dar marcha atrás? ¿Para borrar todo el dolor causado?
-Mario ¿Qué haces por aquí?
Antes de volverme supe que era ella y cuando la miré sentí los nervios fuertemente prendidos a mi estómago. ¿Qué podía decirla?
-Me he confundido Carla.
Ella me dio la espalda para cruzar la calle y penetrar en su portal. La cogí de la mano con fuerza, con temor a que se soltase de mí. Carla no me miró. Estaba sufriendo igual que yo.
-No te creo – contestó con voz ahogada al borde del llanto.
La abracé, quería sentir su calor, apoderarme de los latidos de su corazón, beber de su alma. Quería todo de ella, sus miradas…sus sonrisas…
-¿has dejado de amarme? – la pregunté aterrado de conocer su respuesta. Su aroma fresco y suave como las flores en primavera inundaron mis sentidos - ¿lo has hecho?
La escuché suspirar y la obligué a que me mirase a los ojos, aquellos discos amados brillaban abnegados en lágrimas.
-¿Cómo convencerte de que vuelvas a mi? ¿De qué entiendas el miedo que me entró?
-¿ya no sientes miedo? – me preguntó.
-Sí que lo siento. Miedo a herirte de nuevo, miedo de hacerte daño, miedo a vivir sin ti. Tengo miedo del aire que respiro que me ahoga provocando la agonía en mí. Tengo pánico de no volver a compartir el amor contigo, un día a tu lado. Tengo terror de pensar que pasas de largo en mi vida sabiendo que eres la única mujer que amo y amaré.
Si los ojos de Carla no hubieran brillado de felicidad, hubiera sido capaz de arrastrarme con tal de obtener su perdón, de arrodillarme pidiendo su clemencia.
-Cásate conmigo Carla.
-No.
Su contestación resquebrajó mi alma de hombre. Me sentí ruin, despreciable…
-Mario, volveremos a empezar y me demostraras día a día que puedo confiar en ti.
Mi pecho explotó de alivio. Carla me daba una segunda oportunidad, la última, la única que necesitaba para volver a ser feliz.
Y volvimos a empezar y juntos dijimos adiós, adiós al pasado.
-Hola ¿Qué tal? Me llamo Carla. ¿Y tú?

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